WORK IN PROGRESS

martes, 30 de enero de 2007

microrrelato

Durante décadas dos vendedores trabajaron uno al lado del otro en un mercado. Invierno, primavera, verano y otoño, los dos vendedores trabajaron uno al lado del otro, sin dirigirse, nunca, más que una mirada de reojo. Cada uno de los vendedores sólo sabía del otro la región apartada donde había nacido.
Desde siempre la gente de estas dos regiones se odiaba. No se sabía por qué, pero se odiaban. Estos dos vendedores, compañeros obligados de un destino incauto que los había reunido en el mercado, durante los primeros años, como es natural, se odiaron. Luego, con el paso de las estaciones, el odio se diluyó, y se convirtió en una simple repulsión; un rechazo instintivo, por supuesto, pero soportable, no muy distinto al asco que provocan, en algunas personas, las ratas o los sapos.
Con el tiempo, la repulsión se transformó en indiferencia, aunque el odio volvía, a ráfagas, si uno de los vendedores sentía la mirada del otro sobre la espalda cuando algún cliente se iba molesto, protestando por la mala calidad del servicio, o del producto, da igual, por la mala calidad de lo que sea que el vendedor le haya estado tratando de ofrecer. En estos momentos volvía a quedar claro por qué el odio existía entre la gente de las dos provincias desde tiempos inmemoriales.
Por fin, durante un invierno excepcionalmente frío, o un verano inusualmente caliente, da igual, con las calles vacías, sin clientes durante días y días, uno de los hombres comenzó a preguntarse por qué, en realidad, él y el otro vendedor nunca se habían dirigido la palabra. Y una noche, ya tarde, a punto de llegar la hora de cierre, entrando ya la primavera, o el otoño, es igual, uno de los vendedores se giró hacia el otro y, levantando tímidamente los dedos de la mano derecha, se dispuso a pedirle un cigarrillo al otro vendedor, porque los suyos se habían acabado y no quería abandonar su lugar de trabajo, pues con una temporada tan mala no podía permitirse el lujo de abandonar ni un minuto su puesto en el mercado, dejando escapar la posibilidad de que, en ese momento, apareciera un potencial cliente. Pero entonces tuvo una especie de revelación, se dio cuenta de que, justamente, eso era lo que el otro vemdedor quería, verle dejar su puesto de trabajo para disponer él de todos los clientes potenciales que por allí pudieran pasar, y entonces previó la respuesta que el otro vendedor le daría: “no, disculpa, no fumo, lo he dejado”.
Lo maldijo en silencio mientras sentía una vergüenza terrible por lo que había estado a punto de hacer, pero por suerte, y gracias a la educación esmerada que recibió de sus padres, pudo recuperar su odio, ese odio provincial, ese odio seguro, cómodo, tranquilizador, intenso, que le había permitido vivir tan bien durante todos estos años.

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