Anuncios en la calle y una revista que recogí frente a un cine, la Noche Blanca, un parapeto de arte contemporáneo, parásitos plásticos exhibiendo sus paridas en varios puntos de la ciudad, toda una noche, desde las diecinueve hasta el amanecer. En la revista decía: “este año mucho teatro de calle”, “llegar al gran público”, “instalaciones”, “nuevas tecnologías”, “a todo lo largo de la línea 14 del metro”. El sábado, este mismo sábado. Coño, estás en París, ¿no vas a ir?
A pie, desde Montparnasse, lo primero que me caía era la instalación en Las Tullerías, “los jardines envueltos en fuego”, decía la revista, algo así, no me acuerdo, la dejé en la mesa de noche.
En la calle me di cuenta de que había fiesta, además, por una victoria del equipo de rugby. Los Azules, estaban de moda. En el banco donde abrí la cuenta me ofrecieron un dibujito del equipo de rugby en mi tarjeta. ¿Lo quieres? No sé, me da igual. Ojalá no se lo pongan. Fueron derrotados los ingleses la semana siguiente. Lo de siempre, Inglaterra machacando a Francia, qué vergüenza. No me gustan los dibujitos de los equipos perdedores. Tampoco de los ganadores.
Cuando llegué al boulevard de Saint German las primeras escenas del teatro de calle. Tres chicas borrachas, una de ellas mucho, que corría a abrazar y besar al primero que se atravesara, así, con toda confianza, rollo ménade deportiva. Como la india que va por el mundo haciéndose rica a fuerza de abrazos; sólo que en francés, gratis, y con aliento etílico. Lo hizo con un tipo que se asomaba a la ventana de un coche, gritando no sé qué, supongo que algo de Los Azules, claro. Después la chica regresó corriendo, porque había cambiado el semáforo y venían los coches en estampida. Un poco más adelante trató de hacer lo mismo con un coreano, japonés, o lo que fuera, que estaba sentado en una barandita. El tipo, ¡sorpresa!, no quiso ni los besos ni el abrazo. Ponía cara de asco, de déjame tranquilo, de yo le tengo grima a las francesitas locas, de a mí me gustan las chinitas limpias y sumisas, algo así. La frivolidad parisina dándose de cabezas contra el muro del budismo zen. Alegórico. Cuando pasé junto a la chica (vente paca, mamita rica, que yo soy sudaquita y sí te puedo enseñar lo que es bueno, como quien dice), no me miró, le estaba preguntando al budista zen qué coño le pasaba, un poco de mal rollo. Por eso digo, con esta vocación a la resistencia, estos tipos, los orientales, nos estarán dando machacando pronto. Lo sé, lo vi en China. Pues eso, seguí caminando y volteando, pensando que el beso y el abrazo me hubieran venido de puta madre, ahora que estoy tan solito. Pero llegué al puente y seguí. No sé en qué acabó la historia. Vaya mierda de escritor, incapaz de quedarse diez minutos para ver cómo se resuelve una escena; y mucho menos de inventárlo.
Del otro lado del puente sí, las Tullerías encendidas. Apagadas, más bien, las antorchas casi consumidas. Pero había mucha, muchísima gente. Y un olor a gofre y guarradas muy dulces para turistas de masas, cutres y azucarados. El gofre afuera. Adentro, más bien, una peste fuerte a petróleo, o eso que se usa para mantener despiertas las antorchas. No sé qué representaba el incendio, me dio pereza leer las instrucciones. Lo que sí percibí claramente era la peste a petróleo por todos lados. No se podía respirar. Quizá era éste el ejercicio: un homenaje a las cámaras de gas. El genocidio como el gran teatro, apoteosis trágica. Tomé fotos y me fui. Casi todas movidas, oscuras, una mierda.
El siguiente punto, siguiendo a la turba, estaba en la iglesia de La Madeleine. Cola larga. Me asomé al letrero para saber por qué. Susurros. En el cartel, eso decía. Entrabas, y te susurraban al oído, algo así. Sonaba bien. Estuve a punto de colearme, unos turistas lo estaban haciendo. Pero preferí hacerme el citadino, el local, el francesito, el parisino, el comemierda. Y adentro, la gloria, ahora explico por qué.
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