1. Los inversionistas: herederos de la estructura colonial inventada por el Hombre de Davos francés, los inversionistas quisieron apropiarse de la región construyendo grandes hoteles. Con ellos, la población local, los frutófagos, se vieron sometidos a un proceso de destrucción de autoestima. Los grandes hoteles, edificios-escaparates del Hombre de Davos, empequeñecieron a las viviendas locales, oscurecieron las calles antes iluminadas por los astros, empobrecieron los collares de las mujeres nativas, ensuciaron las ropas de los hombres, desnudaron a los niños… los hoteles, de acuerdo con lo planificado por el Hombre de Davos, sirvieron como cabezas de puente para la llegada de los turistas. Los turistas (instrumentos eficaces del Hombre de Davos) perforaron, moneda a moneda, caramelo a caramelo, compra de artesanía kitsh tras compra de artesanía kitsh, el alma de los frutófagos. Los niños, que antes pasaban los días jugando entre los árboles de mango, ahora se sentaban a esperar, hora tras hora (el Hombre de Davos francés, concienzudamente, les había enseñado el tiempo pero no les había dado relojes), al autobús de los turistas monedas-caramelos. Los hombres, antes atareados con la pala en los campos de arroz, ahora dejaban pasar los días esperando un trabajo en los hoteles; persiguiendo limosnas: abriendo y cerrando las puertas de los coches turísticos, limpiando los turísticos zapatos, escarbando y recogiendo entre los desperdicios del turismo. Las mujeres, que antes cultivaban el huerto y rodeaban los hogares de la comida, ahora se cortaban los dedos tejiendo cestas y trabajando piezas inverosímiles de madera, fabricadas de acuerdo con el gusto (dudoso) del Hombre de Davos. El dinero que llegaba desde los hoteles y los turistas parecía excusar los precarios y lamentables trabajos, pero las familias, tras el abandono de los campos, se vieron obligadas a comprar lo que antes producían ellas mismas: el Hombre de Davos, que ya lo había previsto, silenciosamente se había adueñado del mercado (por medio de los intermediarios, sus instrumentos eficaces) y fue aumentando, poco a poco, el precio del alimento. Entonces llegó el hambre y hubo quien quiso regresar a la vida anterior, pero los campos, arruinados (por el abandono, la desertificación, la salinización, y el cambio climático, por supuesto), ya no podían sostener a las familias.
2. Los militares: vinieron tras un invento del Hombre de Davos: la rebelión. El Hombre de Davos difundió noticias inciertas, falsedades: que en la región un grupo armado había iniciado un movimiento separatista. El Hombre de Davos había hecho creer que los rebeldes robaban ganado, atacaban pueblos, secuestraban y mataban turistas… ¿pruebas? El Hombre de Davos siempre las tenía: la llegada de los turistas atrajo a los pequeños delincuentes del Hombre de Davos: criminales menores, habitantes de los cinturones marginales de las ciudades inventadas por el Hombre de Davos. Tras los delincuentes el Hombre de Davos envió a los cuerpos de seguridad (los militares y la policía) que impusieron el toque de queda en la región: los caminos fueron cerrados tras la puesta del sol (algo que nunca antes había ocurrido); los hombres fueron obligados a declarar lo que no sabían, y algunos sufrieron torturas y mutilaciones o desaparecieron (algo que nunca antes había ocurrido); los vecinos cuidaron sus palabras, porque el Hombre de Davos había creado una policía secreta y cada sílaba podía llevar a cabalísticas interpretaciones (algo que nunca antes había ocurrido); finalmente, las escuelas comenzaron a contratar maestros enviados directamente por el Hombre de Davos, y los rasgos característicos de la cultura y la tradición de los frutófagos pasaron a segundo plano, convertidos en restos de una cultura arcaica, atrasada, fracasada (algo que nunca antes había ocurrido). El rey tradicional (un hombre cualquiera, escogido por una de las familias del poblado, rotativamente) fue anulado por un Tribunal de Distrito. El encargado del fetiche (otro hombre cualquiera, escogido por una familia del poblado, rotativamente), silenciado por los misioneros católicos. El jefe de aldea (nombrado de común acuerdo), fue desplazado por el prefecto, quien vino de la capital dentro de una camioneta 4 x 4 último modelo. Y así, el Hombre de Davos rediseñó las instituciones del lugar a su imagen y semejanza, imponiendo una jerarquía piramidal que se diluía a medida que ascendía: primero, en la bruma de las oficinas de la capital de la comarca; más allá, en la oscuridad de los edificios administrativos de la capital de la provincia y, aún más allá, en la lejana y cerrada tiniebla de las construcciones fortificadas de la capital nacional. Nadie, obviamente, conocía el origen y el motivo de las decisiones; nadie podía explicarse las órdenes que la administración (el Hombre de Davos) imponía a los frutófagos.
3.Los cooperantes: el instrumento más ponzoñoso del Hombre de Davos actuaba filtrándose entre la población; se presentaba bajo la apariencia más engañosa creada por el Hombre de Davos: los blancos que venían a adaptarse a la vida local, blancos buenos, amigos, protectores, que luego soltaban el veneno donde hacía más daño: en las esperanzas de los frutófagos. Los cooperantes, los más ciegos tentáculos del Hombre de Davos, creían actuar (con sinceridad) a favor de los frutófagos. Muchos, incluso, se consideraban enemigos del Hombre de Davos (aunque, incautos, trabajaban para él). Entrenados en la institución por excelencia del Hombre de Davos (la Universidad) los cooperantes venían preparados para debilitar la última resistencia de los frutófagos: los deseos. Los cooperantes, actuando «de buena fe», se dedicaban a suplantar a los frutófagos en la elaboración de las expectativas de futuro. Enseñar a los frutófagos qué era lo que debían desear había probado ser un trabajo difícil, y ya antes el Hombre de Davos francés había fracasado en la zona, utilizando a los misioneros cristianos. De hecho, los frutófagos siempre han sido poco dados al cristianismo y últimamente el Islam era aceptado por los frutófagos con una facilidad que los misioneros cristianos envidiaban; éstos se sorprendían, además, por la precariedad de los medios materiales que sostenía la entrada del profeta Mohamed. Pero el Hombre de Davos nunca acepta una derrota (ésta es una de las claves de su poder), y al entender que en el campo de la religión su éxito era más bien fracaso, inventó una nueva fe para trabajar sobre la mente de los frutófagos: la cooperación al desarrollo. La nueva fe nació con la proclamación de un nuevo ídolo, hace ya más de cincuenta años: el Desarrollo. Gracias a este ídolo los frutófagos pasaron automáticamente a ser considerados subdesarrollados y el Hombre de Davos comenzó a imponer modelos de conversión: los planes de desarrollo. La fe del Desarrollo, al igual que el cristianismo y, sobre todo, el judaísmo, se fundamenta en una salvación siempre lejana: los frutófagos, eternamente subdesarrollados, necesitan, para salir de su lamentable estado, la ayuda constante del Hombre de Davos. Pero los frutófagos son torpes (pecadores), y como no siguen rígidamente (son débiles) los consejos (mandamientos) del Hombre de Davos, permanecen hundidos en el más penoso estado de subdesarrollo (el infierno terrenal: la pobreza), y ven alejarse, cada día más, la posibilidad de pasar a ser pueblos desarrollados (entrar al paraíso). De modo que los cooperantes (los nuevos misioneros), armados con esta nueva fe y apoyados por los iconos más poderosos creados por el Hombre de Davos (el bienestar material y la superioridad tecnológica) han comenzado a actuar sobre los frutófagos…
Y he aquí el mandato de La Revelación: había llegado no por azar, sino para detener al Hombre de Davos y, por consiguiente, salvar a los frutófagos.
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