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sábado, 3 de mayo de 2008

sin titulo: fragmento

El contacto de Guadalajara me mostró el rectorado, saludó a nueve de cada diez cuerpos que se movieron por su campo visual, me metió en una catedral de la que ya no me acuerdo, me habló de sus años de estudiante en Madrid, de las extranjeras a las que se había follado, me invitó a tomar un ponche caliente en un garito congelado en el tiempo desde hace más de setenta años, me acompañó a comprar un par de botas y otro de medias y otro de bóxers, me llevó a almorzar en un restaurante de carne a la brasa, que fue lo que pedí cuando me dejó escoger, me regresó a la feria, donde me presentó a no sé quiénes, los que me habían pagado el billete de avión, y me dejó en la puerta de la conferencia de un popular escritor peruano, irónico, melancólico, depresivo, divertido y alcohólico que tiene un arte único para enamorar, con sus libros, a mujeres con carencias afectivas e insatisfacciones sexuales, un tipo tremendo, hablando en público, capaz de cagarse en todo con elegancia, desde Bolívar hasta el idioma catalán, sobre todo si está en Barcelona, mientras mantiene su sonrisa infantil, su mirada triste, sus arrugas de perro perdiguero, y su aire de estar a punto de caerse, por la intoxicación alcohólica; pero esta vez no, nada de gracias como las que le vi en Barcelona, porque en la charla lo acompañaban cuatro presentadores y, dos de ellos, creyendo que habían llegado sus quince minutos de fama (prestada), se chuparon las tres cuartas del evento soltando gilipolleces, como si estuvieran dando clases en un triste postgrado, logrando vaciar una sala que, hacía nada, se había llenado hasta no quedar espacio ni siquiera en los pasillos.
Cuando el escritor peruano por fin habló, ya nadie tenía fuerza para oírlo.

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