El urbanista de Marrakech sólo tenía una idea en la cabeza: hundir a los turistas en el más vergonzoso estado de desvalimiento. Un plano en laberinto, ninguna señalización, casas idénticas, ausencia de puntos de referencias, todo está preparado para que vayas, siempre, perdido. Se te acerca un chaval que te pregunta a dónde vas. No te preocupes, ya me las arreglo. Te digo cómo llegar, ¿a dónde vas? Voy aquí. El chaval mira la dirección, le pregunta a un hombre sentado en la acera, te dice que te lleva. No gracias, de verdad, ya llego yo. Insiste, dice que solo no podrás llegar. ¿Cuánto me vas a cobrar? Lo que quieras. ¿Cuánto es eso? Diez. No, cinco. Bueno, cinco. Unos diez minutos de laberinto más allá el chaval te dice, es por esta calle detrás de aquella esquina. Le pides que venga contigo, hasta el sitio. Te dice que tiene que irse a trabajar. Insistes. Él responde que se tiene que ir a trabajar, que su jefe lo está esperando. Le das el dinero, sabiendo que te está timando. Llegas a la esquina, cruzas y, por supuesto, no hay nada. El cabrón tampoco sabía dónde está tu dirección. Te acercas y le preguntas a un hombre que está hundido en su negocio, ese no puede salir. Te dice que sigas todo recto y luego gires a la derecha, y mueve la mano izquierda. Muchas gracias. Comienzas a caminar. Se te acerca otro guía espontáneo, te pregunta a dónde vas. Le dices que gracias, que ya llegarás sólo. Te dice que sólo quiere practicar el español. Le dices que gracias, que ya te las arreglas. Insiste. Te detienes, y le dices que prefieres ir solo. Se aleja maldiciéndote en árabe.
El urbanista de Marrakech, Dédalo insigne, previó, hace mil años, esta forma perfecta de redistribuir riquezas. Derrotar a los invasores europeos, sacarles el dinero, haciéndoles entrar, sencillamente, a su laberinto. Convertirlos en seres indefensos, vulnerables, gilipollas, esa es la fórmula. La mejor que hay.
El urbanista de Marrakech era un genio. A su lado, Pedro el Grande era un soberano pedorro.
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