Del otro lado del río las dos parejas de turistas y su guía. Canadienses, me parece que eran. El guía iba explicando el nombre de las montañas, “Tigre agazapado al acecho del cervatillo que corretea inocente de su destino”, “Dragón melancólico a punto de despertar de un sueño más plácido que atormentado”, “Cabeza de Buda sonriente antes de la apoteosis festiva de los juegos florales celebrados al final de la primavera”, cosas así. Yo no veía nada, pero estaban allí, en las formas de las montañas, según el guía chino. No tengo imaginación. De todos modos, no le iba a discutir, no era yo quien le pagaba. Por las montañas, había imágenes de fotos en todas partes. De allí la obligación, para los pintores tradicionales, de pasar en este río una temporada. Cada uno debía encontrar su visión del río, un pedo de iluminación budista, o quizá un ejercicio de adivinación, no lo sé. Tiresias apincelado. Por eso hay dibujadas miles de versiones de estos colmillos que algún dragón envejecido incrustó, hace millones de años, en las orillas de un río que cruzamos por segunda vez, con el ticket oficial, el de la sonrisita de Mao. A partir de aquí ya no había cruces de río, sólo camino.
El sendero cambiaba, de arena a piedras, de barro a hierba, pero el esquema era el mismo: nuestras vanidades, nuestras vidas toda, anuladas por el río, las montañas y sus acantilados.
En algún momento, hacia las tres de la tarde, los canadienses decidieron comer. Nosotros, como buenos sudacas, no traíamos nada. O sí, unas galletitas chinas saladas. Pero el traíamos se quedó atrás, hacía rato. Las galletitas desaparecieron por una vieja obsesión de excursionista confiado: mejor llevarlo todo en el estómago, y no en bolsitas plásticas que vayan jodiendo con sus saltos por todo el camino. Nos despedimos de los canadienses y de su guía y seguimos el camino haciendo equilibrio por los bordes de cemento de un canal de riego. Había que apurarse, para poder llegar con la luz del sol, faltaban veinte kilómetros. Eso, o coger otro barco que nos llevara río abajo y nos soltara donde le diera la gana.
*
Bar Ultramarino, en el cartel. Cerrado. Claro, era mediodía. Un camión descargaba cajas de refrescos en la licorería de la esquina. Un hombre se acercó, tocó el timbre, se abrió la puerta. Apareció una rubia gorda, de unos cuarenta años. Al rato el hombre se fue. La mujer cerró la puerta.
¿Vamos? Ya va, respondió mi amigo. Pero vamos, no nos vamos a quedar aquí parados. Ya va, espérate un momento. Yo estaba muy nervioso, pero mi amigo estaba acojonado. Bueno, no nos vamos a quedar hablando aquí al frente, por donde pasan todos los carros, mejor pasamos y vemos adentro. Mi amigo, como no sabía qué hacer, me siguió a la otra acera.
Toqué el timbre. Abrió la misma mujer, secándose los ojos como si hubiera estado llorando. ¿Qué quieren? Es que nos dijeron que aquí… ¿Qué edad tienen ustedes? Quince, pero no lo íbamos a decir, claro, dijimos diecisiete. Apareció otra mujer, de cabello oscuro. Déjalos pasar. Y pasamos.
Una casa vieja, estilo colonial, típica del centro. Oscura, el suelo de cemento pulido, un patio central. Preguntamos el precio. Nos respondieron no me acuerdo cuánto. Estaba bien, dentro del presupuesto. ¿Quién se viene conmigo? Preguntó la mujer rubia y gorda. Yo, y le pellizqué una teta, no sé por qué. Ven por aquí. Y vine, pero también vino mi amigo, detrás, que entró a la habitación con nosotros. ¡¿Y esto cómo es?! Dijo la mujer, riéndose. Mi amigo salió de la habitación, se lo llevó la de pelo oscuro. Yo no había terminado de acostumbrarme a la oscuridad cuando ya estaba desnuda, sentada en la cama, los sujetadores debajo de las tetas. Ven acá. Me acerqué, me ayudó a desnudarme, me dijo que no me quitara las medias, qué manía tienen los hombres, de quitarse las medias, me lavó la polla con una palangana de agua; me la apretó fuerte, supongo que para saber si tenía alguna enfermedad. Comencé a ver el sitio. Muy cutre, claro, pero menos de lo que parecía desde afuera. No recuerdo cómo se me levantó; si ella me lo sacudió o se lo metió a la boca. Supongo que me lo sacudió, porque si no me acordaría de la mamada. Lo que sí recuerdo es lo difícil que se me hizo entrar. No sabía por dónde iba el tema. No lo habría metido en cien años si ella no me hubiera ayudado. Me sentía raro, con esa mujer abajo. Las tetas grandes y caídas a los lados, el coño rubio, un poco lampiño. Después, la sensación en la polla, el calor dentro de ella, y el roce de los movimientos. Era todo muy extraño, la verdad. Era como cascársela, pero sin intimidad. Recuerdo que le chupaba una teta, mientras follábamos. Le di un trozo de beso con lengua. Ella me respondió con la suya pero yo me acojoné y aparté la cara. Seguí chupando teta y moviéndome. Después la miré, acostada abajo. Hasta que me corrí. Nada más, se acabó. Me salí, me quedé de pie. Ella se levantó, se lavó, me lavó, se vistió, y me preguntó si yo lo hacía con mis compañeras de clase. Yo le respondí que sí; claro, no iba a decirle que ésta era mi primera vez. Pagué y salí de la habitación, ella venía detrás. Mi amigo ya había acabado. Duró menos que yo. No sé cómo hizo, porque yo no estuve más de diez minutos en el cuarto. Nos despedimos y salimos.
En la calle, sudados por el ejercicio y por el mediodía:
--Al final… tanto que hablan de tirar… ¿y sólo era esto?
No hay comentarios:
Publicar un comentario