Baisha. Entrada al monasterio reconvertido en museo por la voluntad popular. Popular por el partido, no por el pueblo. Seguir hasta el fondo, veintisiete metros, atravesando patios y habitaciones rectangulares. Y entonces los frescos de Buda, nueve por tres. Buda rodeado por sus acólitos, en el fresco, desde hace más de quinientos años. Buda rodeado por los turistas, en el museo, desde hace unos veinte. Buda rodeado por los vigilantes, en el jardín, desde hace nada. Para los vigilantes, Buda mudo. Un muñeco pintado, allí, cada mañana, al abrir el museo, junto a los muebles, las puertas, las ventanas, siempre madera policromada, roja, azul, verde, colores chillones, también los árboles, escandalosamente rojos verdes amarillos.
Una vereda larga atraviesa un bosque delgado. Un patio cuadrado tiene clavada en su centro humano y simétrico una fuente circular y, asimétricamente, con toda naturalidad, cientos de hojas secas.
Un templo a su libre albedrío, el vigilante se estará riendo, del otro lado. Esculturas en bronce representando los estados de ánimo. En cada momento de tu vida eres alguno de ellos. Acércate al que se te acerque y ora.
El alegre, [coloca una frase en cada estado de ánimo; con ingenio, trata de sacar un trozo de sonrisa con las lecturas]
El reflexivo, [sugiere una línea distinta por cada estado de ánimo; un ejercicio de escritura no escrita, de poesía muda; la idea, la información que (no) se transmite, dando vueltas por el aire, y detrás, rollo entomólogo, el lectorautor, fabricando el mensaje, algo así]
El piadoso, [deja que el no-azar, con los días, haga llegar una idea para llenar los LLENAR; confía en el inconsciente que rumia, en las musas que susurran al oído, en las imágenes que vienen de la calle, en esas cosas que casi siempre terminan funcionando, o no]
El sarcástico, [eso, alardea, exhíbete, haz el malabarista, preséntate como el experimentador ingenioso, joven promesa de la narrativa venezolana desde hace veinte años, comemierda]
El desesperado, LLENAR
El dubitativo, [¿usar, más bien, una enumeración caótica de objetos encontrados, todos chinos, una enumeración que, por libre asociación de ideas, llegue a cada estado de ánimo?, o mejor no, difícil que se entienda la idea, mejor, no sé, buscar otra cosa]
El iracundo, LLENAR
El bondadoso, [¿por qué complicarlo todo?, usa un texto plano, algo directo, claro, que se digiera y se recuerde; esto no tiene por qué ser otra versión del timo de las bolitas de la Rambla, aquello de adivina dónde lo escondí y entonces ganas]
El melancólico, [en realidad, no sé para qué tanta vaina, si al final, qué carajo importa lo que acabes escribiendo; da igual si existe o no; ya pasaron los días de juventud cuando creías estar haciendo algo original, aportando un eslabón en la cadena del bla bla bla; aquella ingenuidad pendeja…]
El comprensivo, [aunque, pensándolo bien, justamente en la inutilidad de todo esto está su gracia; te deja todo el campo abierto para desvariar, sin importar el resultado; si total, es literatura de evasión, ¿no?, y una buena forma de ahorrarte la pasta, porque el tiempo que te gastas aquí acaba siendo dinero que no sueltas en la calle, y eso está de puta madre]
El curioso, [aunque también podrías intentar sacar algo de provecho de toda esta pendejada; no sé, aprender, investigar, por ejemplo, de dónde ha salido cada representación, por qué estos y no otros estados de ánimo; buscar relaciones con otras religiones, que debe haber; arañar en el mensaje simbólico; no sé, seguir el hilo del hipertexto, cosas así]
El regenerado, LLENAR
El resignado, [dejar las propuestas sin desarrollar, nada de ejemplos, nada, que sea lo que es, pasar a otra cosa, algo más divertido, menos pedorramente intelectualoide]
Otro patio rectangular, más pequeño, con jardín, y detrás un templo estrecho con la figura de Buda iluminada, amarilla, escandalosa, como una erinia menstruando. Y frente al muñeco waltdisneyesco preguntarse, ¿por qué los budas de China son tan distintos a los de la India? Allá no había demonios cuidando las puertas, ni estados de ánimos, ni colores chillones. Buscar la respuesta en la Enciclopedia Británica, donde no estará. Preguntarle a los vigilantes risueños, donde tampoco. Mind your head, avisa un cartelito junto a un árbol de ramas bajas. Después de este aviso, lo único sensato es buscar la puerta de salida, ¿o no?
*
Detrás de la puerta de salida una calle con tarantines. Arriba, montañas nevadas. En los tarantines, antigüedades a la fuerza, cosas que llevan décadas allí, sin venderse. Muñecos de madera desnudos, huevos de piedra vidriosa opacada por los años, máscaras de ritos adormecidos, viejos cuadernos amarillentos e inmaculados, como sexos de monjas feas, curetes silenciosos, trapos ligeros estampados con formas geométricas, mandalas, pequeños adornos de bronce, el doctor no me acuerdo qué, experto en curaciones chinescas, que te recibe con una sonrisa y, en la mano, un viejo diario europeo donde hablan de él, elogiándolo, claro. Te hace señas para que te acerques y te muestra su foto y el titular en el diario de hace veinte años. Sabíamos de él, aparece en la guía y estuvo en una conversación con unos mochileros en el tren. El tipo es toda una celebridad, pero como no hay turistas, sale a buscar sus víctimas un poco a la desesperada. No se ve muy serio, esto de ir a cazar pacientes, pero da igual, él como que no lo sabe, o se hace el que no se entera. Al final, es lo mismo que hacen con las campañas de vacunación, y funcionan, más o menos. Huimos porque creemos que no tenemos nada importante que curar, excepto la carencia crónica de pasta, y este médico, para eso, parece contagioso. Caemos, al lado, en un restaurante de árboles enanos y mazorcas que pasan el rato secándose en el piso de cemento. Alrededor del patio hay cuadros y esculturas en venta. La telaraña funciona, el pegote alucinado de casa tradicional y galería de arte a lo bestia. Aparece el dueño, una sonrisa arrugada y los ojos separados y saltones. La madre tibetana y el padre marciano, seguramente. Cuando nos sentamos, nos explica lo que hay para comer. Ordena a su mujer que nos prepare la comida. La mujer nos mira feo, no sé por qué. El tipo se levanta y regresa con un álbum de fotos. Los gestos acelerados, como si se hubiera estado metiendo cocaína. Nos enseña una foto de su época en el servicio militar. Casi parecía normal, en los setenta; con el cambio de siglo los ojos se le han ido separando, como a los rodaballos. Nos explica las marchas con la mochila llena de piedra, las prácticas de tiro, la suerte de acabar cocinando, para los oficiales, lejos de Mongolia. Por eso el restaurante, claro. Desaparece y regresa con unas cajas. Viejas porcelanas ilustradas con los héroes de la época dorada del comunismo. Medio siglo de antigüedad. Lo descubre mi amigo reconociendo a Lin Piao y señalándolo, nombrándolo excitado. El marciano se emociona al ver que mi amigo reconoce al personaje. Mi amigo se pasa los dedos por el cuello, como cortándoselo, y dice Mao Mao. El marciano, con una mano es un avión y con la otra un cohete tierra-aire, después la explosión, mi amigo se caga de la risa, yo también, claro, por la cara de Lin Piao muerto, los ojos cerrados, la lengua afuera, el marciano no puede ser más feo ni más gracioso. Se va y regresa con un libro de fotografías de quién sabe cuándo, en perfecto estado. En este pueblo el tiempo como que no pasa, va a su bola, dando vueltas, como de paseo, yo qué sé, no podría saberse en qué año estamos, mirando alrededor, es como una película de Tarantino. El marciano, para cortar los desvaríos, nos trata de vender un paseo hasta un monasterio budista que nombran en la guía. Le pedimos precios. Mucho, caro, too much, we are poor, no money. El marciano no regatea. Se olvida del paseo y sigue haciendo el payaso. Parece que nos hubiera ofrecido la pendejada por obligación, quizá para que su mujer no lo machaque, acusándolo de falta de seriedad en el sitio de trabajo.
De todos modos, lo del monasterio nos queda. Decidimos regresar al día siguiente, y subir a pie.
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