Cerca de Baisha, después de visitar un pequeño y antiguo monasterio budista de madera donde sólo vivía un perro, un viejo y su aprendiz, entre olores de madera húmeda y comida preparada al fogón usado también como chimenea, decidieron desprenderse de las rutas turísticas y avanzar, directamente hacia el este, en el mapa. Allí se veía un lago, entre las montañas, y más arriba la carretera continuaba hasta llegar a una ciudad con línea de tren. Les venía bien, pensaron, mezclarse con la China real, dejar ya los pueblos escaparates para turistas.
Un autobús que salía de Lijang a las siete y media de la mañana era la única manera de llegar al lago. Diez horas de viaje, aproximadamente. Dentro y fuera del autobús la China profunda, esa que estaban buscando. Como vecino, en el pasillo, un gallo negro amarrado de patas, asustado, dentro de una cesta. Afuera, por la ventanilla, las cosas cambiaban de tamaño, hasta desaparecer, a medida que el autobús se acercaba, lento, serpenteante, a la cresta de unas montañas cortadas, de manera increíble teniendo en cuenta la inclinación, por las terrazas de los sembradíos de arroz. Las primeras horas siguieron, aproximadamente, el curso del valle de un río que, en algún momento, se detenía, paciente, en una represa hidroeléctrica.
Hacia las dos de la tarde el autobús hizo la parada para el almuerzo. Una casa con un patio interior, los baños detrás de la cocina. Regresando del baño encontró a su amigo intentando conversar con dos chicas jóvenes, compañeras de viaje en el autobús. Su amigo repetía algunas frases en chino que había memorizado y ellas reían, tímidas, sin entender nada. Siguió de largo, sonriendo, pero sin ganas de participar en ese juego repetido ya tantas veces. Se acercó a mirar la cocina, aprovechando que la mayor parte de los pasajeros del autobús se habían ubicado en las frágiles mesas del patio arbolado y suelo de cemento. Se entretuvo mirando los platos que salían de la cocina.
Aunque la sensación de ser un completo extraño todavía no había pasado, ya comenzaba a diluirse. Ocurría hacia la tercera semana de viaje, ya lo había sentido varias veces. Al principio, el sentimiento de ser un cuerpo invasor deambulando por las calles acompaña a cada paso. Luego, hacia la segunda semana, ya empezaba a sentirse como un grano indoloro, pero algo molesto, para ese organismo mayor que son los pueblos y las ciudades. Con la tercera semana llega la impresión de que el organismo mayor no siente repulsión por la presencia, como si, de alguna manera, ya hubiera asimilado al cuerpo extraño, aunque sin incorporarlo. Para la definitiva incorporación no sabía cuánto tiempo se necesitaba. En realidad, nunca la había sentido, ni siquiera en el lugar donde había nacido.
Alguna vez leyó una novela donde alguien explicaba qué diferencia a los turistas de los viajeros. Los primeros sólo son capaces de permanecer unas pocas semanas en los lugares (¡semanas!, está claro que eran otros tiempos, que los medios de transporte funcionaban a otra velocidad), mientras el viajero podía pasar meses, incluso años, moviéndose de un sitio a otro, sin sentir que pertenecía más a un lugar que al próximo o al anterior. Era una buena definición.
Por el momento, mientras pasaba de un estado a otro en su vida de cuerpo extraño, no le quedaba más que observar. Seguir, con detalle casi científico, los gestos de sus compañeros de viaje. La forma de comer, el tono de voz, las sonrisas y las miradas, el tiempo que tardaban en pasar de una actividad a otra. Mirar, tratando siempre de no interpretar. Funcionar, en lo posible, como una cámara de cine que, además de captar sonidos e imágenes, atrapara olores y, sobre todo, sensaciones, impresiones e intuiciones de lo que había alrededor.
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