Y sí, !oh pacientes lectores!, nuestro personaje dejó España, en tren, y llegó hasta la frontera germano-helvética (joder, qué palabra), sin que le pasara nada de lo anunciado en los comerciales de televisión.
Constanza, un pueblo con lago, que tuvo sus días de gloria hacia el fin de siècle (aquí mataron, creo, al príncipe de no sé dónde, que vino para cambiar las reservas del Estado de rojo a negro, de impar a par, de manque a passe o, mejor, a ponerlas todas en el mismo numerito, el cero), un pueblo que había caído, como Capri o Mallorca, Mónaco o Biarritz, Acapulco o Bariloche, Guacara o Tucupita, bajo el azote bárbaro del turismo masificado, ese que le permitió a nuestro amigo encontrar un camping, a unos veinte minutos, caminando, desde el centro del pueblo, poco después de atravesar un parque naturista, es decir, alemanas en bolas, que le metieron sus culos blancos en la cabeza, y le hicieron montar su nueva tienda de campaña rápidamente, para regresar al parque nudista, pero nada, vacío, ya estaba oscureciendo.
Pregunta: ¿dime por qué, payaso, en vez de escribir un librito que ni estimula ni inhibe, ni plantea ni resuelve, no te vas por allí, mejor, a buscar con quien echar un buen polvo?
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