El viernes la bailarina me pidió que la acompañara a un concierto del guitarrista de tango. Era un lugar muy pequeño, atestado de fotos y trastos viejos, un punto de encuentro, supongo, del gueto porteño. No estuvimos mucho rato; después de saludar al guitarrista y escuchar el primer set corto, la bailarina me pidió que la acompañara a una milonga que organizaba una amiga.
No era lejos. En el camino, la bailarina me resumió su vida: era hija de un médico, divorciado cuando ella estaba por cumplir los doce años. A los quince, por las peleas con su madre, se fue a vivir en una casa okupa de Buenos Aires (en esa época era punk, no bailarina de tango, claro). Su madre la obligó a regresar pero no consiguió que continuara los estudios. La bailarina pasaba el día sin hacer nada, o sí, tocando los huevos, cada vez más, hasta que la policía la cogió atracando una farmacia a mano armada, "estaba jugando con una amiga". En el correccional comenzaron los ataques de ansiedad y la medicación.
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Después de salir del correccional la bailarina de tango estuvo haciendo no sé qué. Nada muy bueno, supongo, porque tenía una quemadura en el hombro, grande, que venía de un incendio en una discoteca.
Trabajando en la calle, rollo hippie, fabricando artesanías con hilos de bronce, conoció a su ex y, enamorada, se fue a vivir con él en el medio de las montañas, cerca de Bariloche, donde mataron a la madre de Bambi, me parece. A varios kilómetros del pueblo más cercano, en una cabaña construida por su ex sin agua ni luz eléctrica, como dos ermitaños precolombinos, casi prehistóricos.
Al principio todo bien, cagar en el monte y buscar el agua en el arroyo, se le acabaron los ansiolíticos y sin problemas; pero después de un invierno duro, donde tuvo que quedarse sola, encerrada, un par de días, muriéndose de frío, sin poder salir por los senderos tapado por la nieve, le volvieron las crisis de ansiedad y regresó a la ciudad.
Pero en Buenos Aires no se sentía a gusto, demasiados recuerdos, me dijo, así que aprovechando la nacionalidad española de su marido decidieron venir a probar suerte en Zaragoza, donde estaba viviendo una de sus hermanas.
Cuando estaba por contarme la aventura aragonesa se resbaló y cayó de espaldas al suelo, plana, como una patinadora sobre hielo en mal estado. No pude ayudarla a levantarse, ya estaba de pie.
Acabamos de llegar a la milonga de su amiga riéndonos de su caída, pero en la milonga, en cambio, nadie se reía. Sólo seis o siete personas, aburridas. Me presentó como su compañero de piso, el escritor (?), y yo dejé claro que, de tango, no sabía nada, para que a nadie se le ocurriera sacarme a bailar
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