A Guilin regresamos en autobús. El mismo hotel, habíamos dejado los morrales. Al lado había un restaurante de lujo. Hacia el exterior, el restaurante tenía peceras. Uno señalaba con el dedo, un tipo cogía la pesca, el cangrejo, la langosta, o lo que fuera, lo metía en una bolsa plástica, y lo estampaba contra el suelo. Así, con furia, como si nada. Si caminabas distraído por allí te espantaba el golpe, la explosión de la bolsa contra el suelo, por detrás, a traición. Entonces te volteabas aterrado, preguntándote qué coño había pasado, pensando que habían soltado al gigante Alpo; y veías al tipo inclinándose, recogiendo la bolsa, levantándola, y volviendo a estamparla contra el suelo, con furia, pero como si nada. Así, tres o cuatro veces. Mientras tanto, los clientes miraban el proceso; esperando, supongo, que de su comida quedara algo, en aquella bolsa, después del espectáculo.
Caminamos alejándonos de tan soberbia exquisitez. Llegamos a la zona comercial que, como matadero, era un poco menos elegante. Tarantines a ambos lados y mucha, muchísima gente, en el medio. Pocos compraban, en realidad, las baratijas de los tarantines. Sólo vendían vainas de chinos en los tarantines. Claro, estábamos en China, ¿no?, era natural. Como un todo a cien pero clasificado por tarantines y zonas. De martillitos plásticos a imitaciones de barbies, en los tarantines 1034 a 1088; de cortaúñas a dispositivos intrauterinos, en los tarantines 4789 al 5010; de toallas ásperas con delfincitos hasta porcelanas auténticas, por lo horteras, etc. Nosotros sólo nos parábamos en los tarantines de antigüedades. Antigüedades, es un decir. Parecía que estos tipos no tuvieran historia antes del comunismo. Libritos y fotos de Mao en todos los formatos. Fotos de sus amiguitos, también. Los que lograron sobrevivir y los que hizo matar. Más de aquellos que de estos, claro. Folletines publicados por el partido, viejos, amarillos, sin abrir. Esto era lo que vendían, principalmente, los tarantines de antigüedades: comunismo viejo, por estrenar.
En un Mc Donald’s mi amigo quiso hacer aguas. Me quedé parado junto a un poste, mirando la turba. Un tipo llegó a preguntarme si me gustaba el circo. Me extrañó que hablara así de sus congéneres, de la gente de la calle. Sobre todo, porque el tipo no tenía cara de aristócrata. ¿El circo? Sí, el circo chino, los malabaristas. Ah, le dije que no, pero por hacer algo mientras mi amigo cagaba le pregunté por qué hablaba tan bien el inglés. Soy profesor, en una escuela, por aquí cerca. ¿Y dónde lo aprendiste? En la universidad, lo estudiamos cuatro años. Hizo no sé qué carrera donde enseñan a desplumar a los turistas. Es la carrera más popular del momento, la que está de moda. Lo que no entiendo es por qué éste fue a la universidad, si eso se aprende en la calle. Mi amigo volvió y, después de sacarle un poco más de información al personaje, decidimos dejar que nos llevara a una venta de té. Fueron muy decentes, en comparación con lo que veríamos luego. Incluso, mi amigo compró una caja, para un regalo. El tipo insistió con el circo, nos arrastró hasta la puerta. Autobuses, colas y precios para turistas pendejos. Nosotros éramos turistas, y muy pendejos, pero no íbamos a pagar por algo que no nos interesaba. Quedamos con el tipo en que volveríamos, seguro, al otro día, porque hoy estamos reventados. Que nos esperara allí, en la puerta, a las ocho y media. ¿Seguro? Seguro.
Espero que al tipo le enseñaran, en la universidad, el principio básico del negocio turístico: o lo matas en el acto, o se te escapa. Teoría de los juegos, dilema del prisionero, modelo uno.
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