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viernes, 15 de mayo de 2009

la fama, o es venerea, o no es fama (continuacion)

Ouidá
La mañana siguiente subí a Ouidá, a media hora de la playa caminando sobre un puente que atraviesa unas marismas, bordeado de esculturas de dioses animistas hechas por artistas africanos contemporáneos, pagados por la UNESCO, que también hizo construir en los años noventa la Porte du non Retour para señalar el aniversario del principio o el fin del tráfico de esclavos. Caminé por las calles del pueblo, algunas con dos o tres siglos de edad, casas al estilo europeo, alguna vez ostentosas, ahora ruinosas. La antigua fortaleza de los portugueses convertida en Museo de la Esclavitud y al final, casi tocando la carretera, el lugar que yo buscaba, una zona protegida por un decreto y un muro, donde los niños se encerraban los días de las ceremonias que los pasaban a la edad adulta, un lugar que llaman el Bosque Sagrado: selva virgen y árboles gigantes; esculturas de dioses africanos hechas con trozos de metal, senderos.
Cuando el vigilante me dejó solo me acosté sobre un tronco caído. Cerré los ojos. Una ligera presión en los brazos, la barriga, y la cara; algo como un silencio ancestral queriendo, amablemente, aplastarme. Una inmovilidad líquida, que como una agradable cuchillada me recordaba mi nada, mi ser un punto perdido, mi yo un instante olvidado, como cuando sobre la arena se mira la bóveda estrellada.
Y entonces un pájaro, o un mono, desde un árbol chilló este poema:

Aviones, trenes, barcos
y de pronto, detente:
¡un camaleón!

Fusil africano
De regreso a la casa de los pescadores compré cuadernos y lápices para los hijos del jefe; sal y aceite para su mujer; jabón para todos. En la playa me perdí, no encontraba la casa de los pescadores y, mientras le estaba preguntando a unos tipos parados frente a una puerta, llegó, corriendo, la hija del jefe, haciéndome señas para que la siguiera, pero manteniéndose lejos.
En la casa el que hablaba francés me dijo que no me acercara a esa gente, porque eran brujos, gente mala, que si querían podían hacerme daño:
--Ustedes los blancos tienen el fusil con balas; aquí tenemos el fusil africano; si un brujo quiere, te puede meter cosas en el cuerpo para que te enfermes y te mueras.
Me dijo que había visto cómo los curanderos le sacaban del cuerpo a la gente piedras, trozos de animales, tornillos; que cuando un brujo te dispara el fusil africano primero te da fiebre y, si no viene rápido el curandero, te mueres; el curandero te saca con la mano lo que te ha disparado el brujo; y luego te cierra pasándote unas hierbas para que no queden marcas de la operación.
--¿Qué más hacen los brujos?
--Los brujos se convierten en animales, se paran en los árboles, vuelan, pero si los ves, te enfermas y te mueres. No los puedes ver.
--¿Y qué más hacen?
--Pueden apagar un radio desde lejos. Y tú vas y lo enciendes y ellos lo vuelven a apagar; yo eso lo he visto.

Alcalde
Esa tarde el que hablaba francés y yo cogimos varias bolsas grandes, el jefe un bidón de gasolina, y unas moto-taxis nos pusieron en la carretera que pasaba por Ouidá. Esperamos un rato hasta que llegó una camioneta de carga que nos juntó a una docena de personas en un cuadrado metálico, sin ventanas, que se movía con la puerta abierta. Llegamos, salimos, el jefe no me dejó pagar. El que hablaba francés me llevó a conocer a su mujer y a su hija. Pasamos a la casa del jefe que me presentó a su madre. Akué kaká. Dormí en el patio de la casa del que hablaba francés, que quiso quedarse conmigo, hasta que lo convencí para que se fuera a dormir con su mujer, que tenía varios días sin verlo.
En la mañana, el que hablaba francés me llevó a conocer al alcalde; un tipo que vivía en una casa grande de estilo occidental, con garaje, cocina, televisión, etc.; por la casa circulaba una especie de mayordomo y una doméstica; de vez en cuando llegaba alguno a pedir favores. El alcalde me preguntó de dónde venía; le respondí; me dijo que él iba a Europa cada año. Después del alcalde, el que hablaba francés me presentó a más familiares y, a mediodía, me llevó donde el jefe de los pescadores, un hombre de mirada inteligente y unos cuarenta años; su casa, bloques y zinc, piso de arena, se había llenado de gente que, en semicírculo, nos miraba. El pescador, usando al que hablaba francés, me dio la bienvenida en tono tranquilo y me habló del pueblo; el semicírculo escuchaba en silencio. Al salir, le comenté al que hablaba francés del contraste entre los dos hombres, la ostentación de uno y la sencillez del otro; el desfile de gente pidiendo favores en la casa grande y el grupo de personas sentadas en silencio frente al pescador; el alcalde haciéndose el importante y el otro natural. A mis comentarios el que hablaba francés no respondió, sólo una sonrisa.

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