WORK IN PROGRESS

domingo, 10 de mayo de 2009

la fama, o es venerea, o no es fama (continuacion)

Las fractales colonizan el espacio.
Un fractal es una forma con partes que, debidamente ampliadas, se parecen al todo. Y lo mismo ocurre con las partes respecto de sus propias partes. Y así una vez, y otra, y otra… Es quizá el modo más simple de crear complejidad: reiterando un patrón un cierto número de veces en escenarios cada vez más pequeños. Son fractales los relámpagos, los helechos, los árboles, minerales como las pirolusitas… Las plantas suelen ser fractales por fuera y los animales suelen serlo por dentro: sistema nervioso, sistema circulatorio, sistema respiratorio… Los fractales son una buena forma de acceder a un gran número de puntos del espacio con una cierta continuidad. Fueron bautizados, estudiados y popularizados por Benoit Mandelbrot, y hoy han irrumpido con fuerza en el mundo de la creatividad humana.
Cristal. Fulgurita. Rosa del desierto. Yeso.

*

Cotonou
Quince euros para quince días, ésa era la base.
El grupo con el que había pasado el último mes en una aldea perdida en la selva se fue temprano en la mañana. Mi dinero se había convertido, el día anterior, en un tambor y ocho máscaras africanas. Por un arranque de orgullo, después de una discusión con una compañera con quien había tenido una historia amorosa las dos últimas semanas, no quise que me dejaran dinero; decidí descubrir cómo sobrevivir en el medio de África sin nada. Con un euro al día no me podía quedar en la ciudad, Cotonou, y opté por irme a Ouidá, un lugar que cuando visitamos me enganchó.
Dejé las máscaras y el tambor en la ONG que nos había recibido, les dije que regresaría a buscarlas en un par de semanas, y caminé hacia el sur siguiendo la brújula de mi navaja. Atravesé una hora de barrios por calles de arena, en el camino compré galletas y naranjas, y llegué al mar. Me descalcé, colgué las sandalias en la mochila y escribí sobre la arena mojada, con los dedos de los pies, este poema:

Nada en mi choza
mañana, para otros
quizá esté llena.

Entonces, con el agua del mar cubriéndome los tobillos, comencé a caminar.

Océano
Cincuenta kilómetros separan a Cotonou de Ouidá. A pie, un par de jornadas. Mientras caminaba pensando qué hacer para sobrevivir los próximos días me di cuenta de que dos jóvenes venían detrás de mí; me giré, los detallé, no me gustaron. La guía de viajes de una compañera recomendaba evitar pasear por la playa, cerca de los hoteles, porque son frecuentes los atracos. Puse la mochila en la arena, saqué mi cuchillo negro de supervivencia, me alejé de la mochila unos pasos, el mar a mi espalda, la arena y la mochila al frente, esperé; los jóvenes llegaron, me miraron, respondieron a mi saludo, miraron la mochila, miraron el cuchillo, siguieron; dejé que se alejaran, me colgué el cuchillo del cinturón, caminé detrás de ellos, un rato, hasta que desaparecieron.
A mediodía me senté a comer, galletas y naranjas. Sentí urgencia; estaba enfermo desde hacía dos semanas, quizá una amibiasis o una disentería. En la aldea había tenido que quedarme, alguna vez, en cama, sudando, a veces delirando. Para no gastar papel entré al mar. Las olas rompían dos veces; era el océano golpeando directamente contra la tierra. Alejándome de la orilla nadé. Cuando regresaba una ola me lanzó contra el fondo, salí mareado y aporreado. Había que tener cuidado, también la resaca era fuerte.
Las gotas que caían de mi cuerpo escribieron este poema:

Se va, ochenta kilos
quejas de tiburones, lágrimas
en los ojos de los peces

Me vestí, me colgué la mochila, volví a caminar.

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