WORK IN PROGRESS

sábado, 30 de diciembre de 2006

Voces Secretas





HISTORIA DE LA PUERTA
(AEROPUERTO DEL PRAT. SAGRADA FAMILIA)





Cuando llegamos nos acompañaban cinco maletas, ocho mil dólares y un violonchelo, por el que nos obligaron a pagar impuestos de bienvenida de unos cuatrocientos dólares, aligerando la cartera de mano que guardaba nuestro dinero.
Un autobús nos dejó en la Plaza Cataluña y un hombrecillo pequeño, mojado (porque llovía) y mal vestido nos colocó en un hostal atendido por una familia de cubanos que pasaba el día lavando ropa.
El Hostal Plaza nos abrigó durante cinco días, que ocupamos en comprar la prensa especializada en información inmobiliaria; abrir una cuenta bancaria; caminar el centro de la ciudad; hacer no sé cuántas llamadas telefónicas, de las que sacábamos siempre la misma respuesta: «sólo puedo dar la información sobre el precio de alquiler si os acercáis a la dirección que aparece en el anuncio»; contratar los «servicios» de una agencia inmobiliaria, que se limitó a darnos una lista impresa con los nombres y teléfonos de los arrendadores; continuar llamando; ir a Montserrat, a no ver la virgen carbonizada; cambiar la primera lista impresa por una de precios mayores; visitar tres inmuebles y escoger el último. Firmamos, por fin, el contrato de alquiler, después de haber dejado casi dos mil dólares como fianza. Abandonamos el Hostal Plaza, buscamos las maletas en el aeropuerto y entramos a Castillejos 252 4—3.

Al entrar al apartamento, después de firmar el contrato de alquiler, lo único que funcionaba era un váter blanco. Podías orinar, digo, pero no eras capaz de hacer más nada. No había ducha, ni gas en la cocina, ni teléfono. Había luz, y agua, y algunos focos. Tenías la facultad de encender los focos y sentarte en el suelo a mirar las paredes, mal pintadas de color marfil, porque todo estaba pintado de marfil: las puertas, los cables de electricidad, las ventanas, los restos metálicos de lo que debió ser el mecanismo de alguna cortina, el polvo en el suelo.
De todos modos el piso era, podría decirse, un «chollo». Antes, por el mismo precio, casi contratamos un apartamento sin servicios, porque había que darse de alta en todos, y eso quita muchos días. Entonces habría pasado dos semanas estreñido, por falta de baño; acostándome a las cinco de la tarde, porque está oscureciendo temprano; mirando el techo, sin sueño ni luz eléctrica. Alquila con servicios, mejor.

Después de entrar al piso el primer gesto es decidir cuáles son las compras prioritarias. La cama, piensas. No, el papel higiénico. Una silla; porque cansa pasearse uno por todo el apartamento sin encontrar dónde poner las nalgas, viendo que sólo hay suelo, por todas partes, suelo, mosaiquitos verdes y amarillos, viejos y sucios, de suelo.
—¿Hay alguna escoba?
—No sé —contesta Antonia.
Llegas al baño, miras detrás de la puerta y encuentras una bolsa con panes duros debajo de una chaqueta de tela deportiva gris, que coges, sales, te pruebas, estiras los brazos, miras los puños, y te viene la idea de que no te queda bien, como siempre que te pruebas ropa usada. Vuelves al baño, buscas el espejo, pero no está. Mierda, tenemos que comprar un espejo.
—¿Cómo? —Antonia.
—Que tenemos que comprarnos un espejo.
—Ok.
—Digo que ahorita, lo del espejo es ahorita.
—¿Y no ibas tú a comprar papel toilette y yo a la tienda de colchones? ¿Para qué necesitas ahorita un espejo?
—¿El espejo? Joder, el espejo es lo más importante, ¿cómo sé si me queda bien esta chaqueta?
—¿Qué cosa?, ¿ eso de dónde salió?, ¿a ver?… mal, te quedan cortas las mangas.
—Y además, digo yo, ¿cómo sabremos mañana en la mañana que no nos reventamos en la noche de hoy?
—¿Cómo?
—En la mañana, ¿Cómo sabe uno que se levantó, que no está muerto, que sigue teniendo la misma cara bonita de siempre, que sigue siendo la misma persona del coño del día anterior, todo esto, cómo sabe uno todo esto si no hay un espejo en ninguna parte? ¿Ah?, ¿cómo lo sabes? —Antonia no responde, porque tengo razón.
Salgo a comprar el espejo, entonces.

Ocurre que nuestro piso era un prostíbulo. Antes de nuestra llegada, se entiende. La mujer que nos mostró el asunto había dicho que los inquilinos anteriores se habían largado porque hacían mucho ruido; sus hijos, principalmente. Concluyo, entonces, que al lupanar llegaba la prole buscando a sus madres y, de acuerdo con las reglas de todas las casas de cita, pagaba para estar con ellas (en horario de trabajo); de ese modo, madres e hijos podían hablar, ayudarse moral y materialmente, echar un polvo y largarse llorando escaleras abajo, los hijos, víctimas de los remordimientos, molestando a nuestros vecinos que, después de cartas y quejas, lograron desmantelar el edípico burdel.

No necesitamos mucho tiempo para intuir que los ocho mil dólares iniciales, de los que ahora sólo quedaba la mitad, no serían suficientes para sobrevivir hasta la llegada del dinero de mi crédito de estudios (tardaría casi ocho meses, el hideputa).
Nos vimos entonces frente a 3 opciones:
1) Practicar actividades ilícitas (siguiendo las costumbres del local).
2) Pedir dinero a la familia de Antonia (la mía no tiene).
3) Buscar trabajo.
Aunque, desde todo punto de vista, las opciones más lúcidas eran las número 1 y 2, preferimos intentar la opción 3, porque 3 circunstancias nos empujaban en esta dirección:
1) El padre de Antonia es gallego y tan ahorrador que es avaro; por lo que sus envíos de dinero vendrían condicionados, y a nadie le gusta que le condicionen el uso del dinero.
2) Mi visado (reagrupación familiar, porque Antonia tiene la nacionalidad española) me permitía trabajar legalmente.
3) Desconocíamos los detalles prácticos del mercado laboral español.
Así que iniciamos la búsqueda de empleo, de acuerdo con los 3 principios básicos del oficio:
1) Comprar las publicaciones con las ofertas de trabajo.
2) Preparar los CV para llevarlos a los lugares donde se cree puedan ser de interés.
3) Visitar las oficinas de colocación públicas y privadas.

Precisamente estaba buscando en las páginas amarillas los nombres y las direcciones de los escritorios jurídicos cuando ocurrió el primer hecho extraordinario.
Sonó el teléfono y adentro apareció la voz de Antonia:
—Encontré unos libros puestos en la calle aquí en la avenida Mallorca al lado de la Sagrada Familia vente corriendo que ya agarré una enciclopedia de la música y los poemas de amor de Neruda y otras cosas buenísimas vente ya que aquí hay un gentío.
Pensé que Antonia mentía: había dicho «un gentío» y en esta ciudad sólo hay viejos y autómatas. A los primeros los distingues porque caminan la calle con la muerte al lado, que los lleva del brazo. Los segundos, tienen siempre las caras fijas, pálidas y automáticas; los reconoces porque puedes sacarles los zapatos, si caminan frente a ti, y jamás te dirán nada; también puedes coger las cosas de sus carritos metálicos en los supermercados y, sin mirarte, se irán con sus carritos a reponer las cosas recogidas; puedes patear, simulando descuido, a sus perritos mientras cagan las aceras, y los autómatas apenas dejarán salir una mirada de odio.
Volví a concentrarme en mi tarea, pero no avanzaba; no sabía dónde se escondían los escritorios jurídicos en las páginas amarillas: busqué como Despachos de Abogados, Bufetes y Casas de Empeño sin encontrar nada.
Volví a creer que la solución al problema laboral estaba en pararme en Las Ramblas, desnudarme, pintarme con betún negro, agarrarme el gusano como los niños de Bruselas y poner el sombrerito para las monedas. Orinar un poco cuando los turistas dejen caer en él algo de su buena voluntad. Orinar sobre los turistas espléndidos.

Volvió a sonar el teléfono y la voz de Antonia:
—¿Qué pasó por qué no has venido?
—Ya voy.
Y me puse la chaqueta, bajé los cinco pisos de escaleras oscuras y resbalosas, atravesé la puerta de hierro forjado, caminé las tres calles que me separaban de la Sagrada Familia y encontré a Antonia haciéndome señas con los brazos.
Al ver los bienes regados por los suelos recordé que la riqueza de esta ciudad está en su basura: en menos de un mes trasladamos de la calle al apartamento una silla y un par de cajones, y un cuadro viejo y feo firmado por un tal A. Tapies. Las otras cosas que vimos sobre las aceras no cambiaron de sitio porque eran muy grandes, pesadas, parecían pertenecer a otras personas, no nos servían para nada, las habían sujetado al suelo, nos avergonzaba cogerlas o, casi siempre, estaban demasiado guarras.
—Cuida esto —Antonia me señaló sus pies. Al lado de sus pies había una caja con libros, entre ellos destacaba la Historia de la [¿]Cultura[?] Catalana, en una edición cara, con fotografías a color, y alrededor, fuera de la caja, obras de consumo rápido ya pasadas de moda: Robert Ludlum, Irvin Wallace, Baltasar Gracián, Leon Uris, etc.
Mientras me estaba preguntando a qué se debía la feria alguien dijo:
—Es un desahucio —algún tipo de embargo, supuse yo.

Llegaron a la casa del moroso, hundieron el interfono sin sacar respuesta, entraron gracias a la portera, subieron, rompieron la cerradura forzando la puerta, escogieron lo que parecía tener valor, y lo demás lo pusieron en la calle.

En economía, como en religión, el bienestar de uno es el malestar de otro, dijo Adam Smith, me parece, mientras nosotros gritábamos:
—¡La Navidad! ¡Ha llegado la Navidad!

—Mira Armando —Antonia levantó unas revistas pornográficas para mujeres.
«¿Serán desahuciados maricas o maricas desahuciados?», pensé.
—¿Hay de mujeres?
—¿Cómo?
—¿Hay revistas con mujeres desnudas?
—Sí, pero no te las vas a llevar.
Por supuesto que no me las iba a llevar, si cada vez que Antonia encuentra que he visto fotos de actrices desnudas en Internet le viene una crisis de locura furiosa, y maldice y grita y se da golpes contra las paredes y hace un espectáculo que los vecinos agradecen por traer interés a sus vidas y me acusa de las infidelidades de hace más de cuatro años, cuando éramos novios, y se tira a la cama a llorar y a largar insultos, generalmente contra mí o contra ellas, las «putas» (todas las mujeres, menos nuestras madres, supongo), y se sigue golpeando contra las paredes arañándose la cara y yo creo que eso no es normal y que Antonia está un poco desequilibrada y no sé si llamar a una ambulancia, para que le dé calmantes, a la policía, para que me proteja, o a un taxi, para irme a la mierda… bajo ese contexto, ¿cómo pudo pensar Antonia que yo quería coger las revistas si, además, me gustan las modelos y las actrices y no las mujeres que normalmente follan con esas caras indecentes en las revistas pornográficas cochinas?
De todos modos las revistas demostraban que los inquilinos no eran maricas. Una suerte, porque así nos evitaban a todos tener que ver los juegos completos de penes plásticos, los látigos azules, las correas de cuero, los instrumentos metálicos de tortura, y las demás cosas que aquí, en la calle, pudieran hablar peor de ellos: ¡morosos y pervertidos, los hijos de puta!

Cuatro adolescentes vinieron para alborotar el negocio; cogieron un oso de peluche y vomitó un chorro de monedas pequeñas. Nadie se movió para recogerlas. Yo me alegré al saber que me serían útiles para llamar a no se me ocurría quién, pero no quería ser el primero en agacharme. Así que las monedas seguían en el suelo y la gente pasaba sobre ellas, como si nada. Me pregunté entonces por la famosa valentía española, y recordé al Cid Campeador y al hijoputa de Cortés, me vino a la memoria la guerra contra los ejércitos napoleónicos y ahora… ahora los españoles son incapaces de recoger las monedas del suelo, por cobarde vergüenza.
Por fin me agaché y levanté una moneda; era una peseta vieja, fuera de circulación; una peseta de la época del ilustrísimo Caudillo.
Para nosotros los sudaquitas de mierda las monedas viejas tienen un encanto especial. En mi caso, que vengo de un país donde los indígenas pasaron sus días disparándose flechas envenenadas y golpeándose con rolos de madera, tener una moneda antigua en la mano es como subir al Túnel del Tiempo. Puedo imaginar con ella la vida de otras épocas, el último ser humano que la sostuvo antes de aparecer la moneda, dos mil años después, detrás de un arado; puedo visualizar la vida de este hombre, y suponer que esa moneda en particular le sirvió al tipo para comprar una caja de preservativos de tripa de chivo en una bodega romana justo antes de llevarse al monte a su deseado amante en cuya fidelidad, lúcidamente, no creía; así que…

Un par de meses después, en un mercadillo de Gracia, encontraría una taza llena de monedas antiguas, rotas, romanas, gastadas, medievales, lisas, primoderriverescas… feliz, no tardé en comprar media docena de esos dineros.
Un par de meses después, en un negocio de numismática cerca de la catedral, vi que las monedas antiguas costaban cinco veces menos que en el mercadillo ambulante… me robaron, los de(s) Gracia(dos).

Por el peluche supuse que en el desahuciado hogar viviría una niña. ¿Y el resto de sus cosas? ¿Y sus juguetes? ¿Los tenía el juez?
Cuando yo era niño, y no era abogado, la inocencia me hacía creer en los remates judiciales con la misma fe que pongo ahora en la democracia. Pensaba que los remates eran públicos y abiertos: aparecían los carteles de invitación en la prensa y, de acuerdo con ellos, el día y la hora señalados se abrían las puertas para todos… eso decía la ley y mi padre que, en esa época, solían confundirse… soñaba entonces en un remate largo de juguetes; el remate de una juguetería en un galpón industrial; el remate de una fábrica de juguetes; el remate de los juguetes de unos niños que lloraban en la calle la pérdida de sus juguetes mientras yo lloraba también, pero de gozo, imaginando que podría apropiarme de todos esos trastos plásticos…

—Mira Armando —Antonia levantó una chaqueta más o menos nueva. No estaba mal, pero:
—¿No me queda un poco chiquita? —pregunté, para disfrazar la vergüenza de probármela delante de todo el desahucio.
—Como que sí —y la chaqueta volvió a caer sobre las bolsas, apaleada.

Poco a poco, la compañía se hizo desagradable. Por ejemplo:
Había una homeless que recogió las monedas y la comida, el pan de los pobres.
Y un tipo vestido como la publicidad del Corte Inglés pasaba una y otra vez mirando de reojo el espectáculo, reprimiendo con dolor sus ganas de coger cualquier cosa.
Y otro tipejo intentaba caer simpático repartiendo las cosas que recogía del suelo. Varios libros tuve que tirar de nuevo sobre sus pies, para ver cómo repetía el gesto.
Y una mujer detuvo su coche y comenzó a subir los restos de una cama y su juego de muebles de noche. Con un pie escondí una pata de la cama debajo de unas bolsas de ropa para que la mujer no pudiera llevarse el parapeto completo.
Y un afortunado descubrió las bolsas donde estaban guardados los discos y corrió con ellos y Antonia corrió detrás y el tipo corrió más rápido y Antonia también y entonces, en sus desesperos, la bolsa se rompió y Antonia pudo recoger algunos discos caídos.

Aunque fue alegre al principio, el negocio, poco a poco, se entristeció. Antonia giraba sobre la ropa y las bolsas rotas, levantándolas, dejándolas caer, se limpiaba los dedos con asco, por un escupitajo que tocó no sabía dónde. Yo evitaba su mirada para no intercambiar los lugares, para no sentirme como otro buitre sobre la carroña. Poco a poco, también fue cambiando la gente; comenzaron a llegar los que viven en la calle, atraídos por el olor del desahucio. Llegó gente torcida, todo se fue llenando de enanos y saltimbanquis… al final, se olía la sensación de ruina que acompaña el término de todas las fiestas, y en voz baja comenté:
—Hoy nuestro anfitrión ha tirado la casa por la ventana, literalmente —pero nadie escuchó ni entendió mi chiste.

En una maleta vieja metimos los libros y los discos recogidos (más de 20 ítem, en total) que arrastré hasta nuestro apartamento.
Conviene destacar la autobiografía apócrifa de Howard Hughes, donde se narra la orgía celebrada en Nueva York entre el protagonista y Lassie, frente a la aterrorizada mirada del joven dueño de la perra que, en esa época, era Andy Warhol.

Llegamos al apartamento, abrimos la maleta, y mientras distribuíamos los discos y los libros Antonia comentó:
—¿Y ahora esta gente qué?
—Nada, no sé, a llorar.
—¡Ay qué cruel, me da cosa haberles zamureado así las cosas!
—Bueno, igual los iban a samurear los demás, de todos modos.
—Sí pero no sé, da cosa.
—Pues ni modo.
—¿Y qué crees tú que hagan? ¿Tú qué harías?
—Sentarme a mirar el suelo, supongo.
—Qué triste ¿no?
—Sí.
—¿Y dónde van a dormir?
—Se irán adonde algún familiar, o adonde los amigos.
—¿Y si no tienen?
—Dormirán en la calle.
—Ay.
—Pueden dormir al frente, en el parque de la Sagrada Familia… así no cambian de zona residencial.
—Qué malo… me gustaría ver qué hacen.
—A mí también.
—Aunque debe de ser patético.
—¿Por qué no vamos?
—¡¿Qué?!
—Nada, sólo vamos y esperamos hasta que lleguen para ver qué hacen.
—¡Estás loco!
—¿Por qué? No tiene nada de malo.
—¿Pero y cómo vas a ir?, ¿dónde te vas a meter?
—No sé, afuera, sentado en el parque… ¿no quieres ir?
—¡Pero no!
—Yo sí voy.
—No me digas que ahora te ha dado por volver.
—Sí.
—¡Pero qué… !
—Bueno, me voy antes de que lleguen.
—¡Pero Armando!
—Es para escribir un cuento.
—¡Sí hombre! Es por pura morbosidad.
—No, de verdad que es para escribir un cuento… bueno ciao.
—Ojalá te vean y te caigan a golpes.
—No creo que tengan ganas. Ciao.
—Ojalá te agarre la policía.
—Ciao.

Llegué al desahucio y aún se veían restos de la celebración: trozos de bolsas rotas, ropa pisada, maderas, libros, vasos… algunos indigentes enriquecían la pintura. Estaba oscureciendo.
Crucé la calle y busqué asiento; ningún banco de la plaza miraba al desahucio; me apoyé de un poste que vigilaba el edificio.

Un hombre que había recogido un libro del suelo abrió y desapareció detrás de la puerta vigilada. Esperé el cambio de semáforo y crucé la avenida para imitarlo. La puerta estaba cerrada. Hundí varios botones al azar y dije:
—Putano.
Escuché las voces:
—¡Joder! ¿A esta hora también?
—No gracias,
—¡¿Qué?! ¡Qué! ¡Diga!
Y luego el chirrido eléctrico que abría la puerta.
La entrada de este edificio imitaba al nuestro: el piso y las paredes con cerámicas de colores viejos, a la izquierda el interruptor de la luz, al frente las escaleras y un ascensor, que el nuestro aún no tenía.
Usé las escaleras no sé si por costumbre o porque no sabía a qué piso iba.
Las dos puertas del principal estaban intactas. Lo mismo ocurrió con las ocho puertas del primer piso y el segundo piso.
En el cuarto tercera un papel amarillo destacaba

AVISO DE DESAHUCIO

El Tribunal vigésimo octavo de primera instancia en lo mercantil, de acuerdo con el procedimiento establecido en el Decreto Real Número 93—2472862, y después de haber cumplido con los requisitos de ley, ha procedido el día de hoy __________________ a ejecutar el [… ]

La puerta estaba cerrada. No sabía si sentarme en las escaleras o volver abajo. Empujé la puerta sin esperanza y el picaporte roto cedió para mostrarme el interior oscuro del piso.

Mi mano buscó el interruptor a la derecha y se iluminó una réplica exacta del apartamento nuestro el día que entramos por primera vez. Aparentemente, el mismo constructor había levantado los dos edificios.
A la derecha, la cocina inutilizada por falta de alimentos. Un paso más adelante el baño, inutilizado por falta de excrementos. Otro paso y las dos habitaciones, una a cada lado del pasillo. En lo que correspondía a mi cuarto habían dejado una caja sin cerrar y dos bolsas de basura. La caja guardaba papeles.
Continué por el pasillo y tres pasos más allá encontré el estar y el comedor, vacíos; y dos pasos después la habitación principal, con las paredes y sus clavos.
En conclusión, nada interesante.

Pensé salir y sentarme en las escaleras, o esperar abajo, pero al pasar junto a las cajas sentí que me sonreían y, por no irme sin registrar nada, me senté en el suelo a mirar los papeles: algunas hojas bancarias; varias facturas de compras de libros (¿cómo podía un desahuciado comprar libros?); alguna publicidad, y un texto… por el formato, era de un ordenador personal. El texto (ya explicaré por qué lo tengo en las manos) decía:

Esta tarde salgo a matar un perro. Agarro mi cuchillo, que es negro y bonito y uno de los lados es un serrucho, y salgo a matar un perro. Prendo el Celeb***** y arranco, para llegar a un sitio donde nadie se fastidie porque vengo a matar un perro. Llego a **ñongo, donde hay algo así como un pueblo y muchos perros callejeros, y manejo lento, buscando, porque estoy aquí para matar un perro. En una esquina, siento que el Celebr*** se ha quedado sin frenos. Lo estaciono frente a una casa pequeña, le pongo el candado, camino, buscando un perro, porque vine a matar un perro. Consigo un lugar abierto, que tiene un teléfono monedero, roto, porque la zona donde estoy no es buena. A los lados, en la acera y en la calle, la gente pasa corriendo. Va como asustada. No sé si saben que he venido a matar un perro. Encuentro a un viejo que, aunque no corre, trata de caminar rápido. Pero es un viejo y lo alcanzo. Le pregunto por qué la gente está corriendo. Me dice que tienen miedo, que la zona no es buena, y quieren llegar rápido adonde van. «¿Y a dónde van?». No me responde, o comienza a hablar en alemán, no estoy seguro. Le pregunto dónde puedo conseguir un teléfono monedero y alargando el brazo me señala uno, al lado mío. Es azul y está pegado a la pared, medio roto. «Muchas gracias» le digo al viejo, pero no lo veo, porque ya no está: no sé cómo corrió tan rápido. Levanto el teléfono y escucho mi voz, igual que con el viejo, diciendo «Muchas gracias». Pero siento que la voz no está en el teléfono. Espero un rato, y otra vez «Muchas gracias». Otro rato, «Muchas gracias». Termino cansándome y cuelgo, pero el «Muchas gracias» sigue en mi cabeza. La gente corriendo a mi lado. A veces escucho «Muchas gracias» con la voz mía. A alguno le pregunto cómo salgo de aquí. Me responde que a esta hora ya es peligroso, está oscureciendo. Y de verdad, está oscureciendo. «Muchas gracias». Le pregunto a otro dónde hay un hotel cerca. Levantando el brazo me lo señala. «Muchas gracias». Es un edificio viejo. Entrando, muchos pasillos largos. El hotel debe de tener más de cincuenta años, y no debe de haber sido reparado desde hace más de veinte. En una silla un tipo con cara de atracador sostiene en las piernas a sendas negritas. Tienen caras de puticas. Les pido permiso, me dejan pasar, «Muchas gracias». En una habitación con la puerta abierta veo a una mujer limpiando. Le pregunto dónde está la recepción. Me dice que no hay recepción, que debo ir al cafetín, al otro lado de la calle, donde está el teléfono monedero. «Muchas gracias». En la calle, encuentro que ahora la gente lleva linternas. Entro al cafetín, sin linterna, y una mujer me ofrece la suya. La veo y me recuerda a alguien. No sé a quién, creo que a una amiga de la época del bachillerato. Me parece que alguna vez salí con ella y nos besamos; era hija de holandeses, vivía cerca de mi casa; era muy flaca, y muy chiquita, pero tenía buenas tetas; fue la primera vez que le toqué el pezón a una amiga de la época del bachillerato. Le respondo, hablando de la linterna, «No la necesito. Muchas gracias». Se acerca un mesonero y me dice que las linternas se usan porque hay muchos malandros. «¿Y cómo hago yo para salir de aquí?». Te puedes ir corriendo, pero casi siempre ellos corren más rápido, o si no, te esperan en el camino, o te tiran los perros. «¿Y qué me pueden hacer?». Te quitan todo; o te matan, y te quitan todo igual. Recuerdo que llevo en el bolsillo mi reloj Tis*ot de plata, el de la leontina. «¿Y entonces qué hago, me quedo aquí?». No, aquí ya van a cerrar, aquí no se puede quedar. «Joder, ¿y el hotel?». El hotel es caro. «¿Cuánto?». Oye no sé, creo que seis mil. Este tipo está loco, pienso, eso no es caro. Me reviso y no llego, en la billetera tengo tres mil y dos billetes de veinte, y en la cartera no tengo nada. Coño, qué raro, porque yo siempre llevo en la cartera un billete de cinco mil, de reserva. «¿Y no aceptan tarjetas de crédito o cheques?». No. «¿Pero y entonces qué hago?». A veces hay gente que sale en caravana, si quieres te vas con ellos. «¿Y de dónde salen las caravanas?». De allá afuera, donde está el teléfono monedero. «Muchas gracias». Al salir, encuentro que un grupo de personas está reunido como esperando algo. Cuando me ven, me preguntan si voy con ellos. «Sí». Oigo «Muchas gracias». Todos tienen linternas pero nadie me da una. Comenzamos a caminar y al poco tiempo estoy adelante. Alguien me ofrece un palo para defenderme. «Muchas gracias». Mientras camino me ocupo de no caerme con las piedras, pero cada vez me llega menos luz. Volteándome, encuentro que el grupo que me acompaña está hecho de señoras gordas con bolsas de mercado. Noto que se esfuerzan en dejarme adelante. Siento que están tratando de abandonarme, para que me atraquen, y seguir ellas tranquilas. El coño de sus madres. Me paro a esperarlas. Ahora están caminando más lento, casi detenidas. Tardan unos cinco minutos en avanzar diez metros. La farsa se hace demasiado evidente y decido seguir solo. «Yo voy a seguir solo, hasta luego, muchas gracias». Nadie dice nada. La poca luz de las casas me deja ver algo de suelo. Piedras que se quedan y lagartijas que se van al monte. Estoy saliendo de S*n Est*ban, hacia el puente de los españoles, adonde iba con mi papá cuando era adolescente. Pero pienso que no puede ser, porque eso está lejos de aquí, y regreso. Paso las últimas casas y se acaban los faros. Después de un monte veo la autopista, con los carros huyendo y toda la jodienda del ruido y las gandolas. En la autopista hay luz; está como a quinientos metros. Comienzo a caminar rápido porque me entra algo de pánico. El pánico se hace más fuerte y troto. Corro. Pero antes de llegar, cerca de la autopista, está un grupo de tipos parados. Dejo de correr y camino, en diagonal, evitando a los tipos. Siento ruidos atrás y me volteo. Los tipos se han convertido en perros. Perros callejeros. Mierdas de perros callejeros. Detrás de los perros viene un hombre con algo en la mano. Los perros me alcanzan y comienzan a olerme, nerviosos, con ganas de mordisco. Me detengo, respiro, trato de tranquilizarme. El hombre ya está por llegar. No lo detallo, porque no hay luz, pero está su silueta y trato de saber qué trae en la mano. Es un cuchillo, negro y bonito y uno de los lados es un serrucho. Pienso que recogió el mío, que se me cayó, pero recuerdo que mi cuchillo se quedó en la casa.

«Amigo, ¿qué hora tiene?…
Es tarde, muy tarde».

Se pregunta
y se responde
él mismo,
con mi voz,
y con mi boca.

Lo que estaba allí escrito era una pesadilla que me atacó varias veces algunos años atrás. El temblor en las manos mientras doblaba los papeles y los dejaba caer dentro de mi camisa. ¿Cómo podía estar mi sueño allí escrito? ¿Quién carajo podía haberlo recogido? ¿O nunca soñé esa historia?

El ruido de la puerta que se abría me sacudió la cabeza, salté noté que una figura entraba pasé a su lado busqué la puerta las escaleras y las encontré ocupadas por una silueta pequeña que dejé pisada bajé saltando mientras arriba gritos y antes de acabar la escalera una mujer (la casera) y un hombre (su esposo) me cortaron el paso.

Resignado, escuché sin oír sus insultos y amenazas. La figura pequeña y pisada de las escaleras era una niña; no tenía daños visibles, aunque no por eso dejaba de llorar.
Un tipo, que decía ser abogado, insistía en interrogarme:
—Je ne parle pas l'español, monsieur —le respondí, para que dejara de molestarme.
—¿Qué dice? —la casera.
—Que es francés —el abogado.
—Estos gabachos de mierda —el esposo de la casera.
—¿Entonces llamo a la policía? —la casera.
—¿Y de qué lo acusamos?… ¿violación de la propiedad privada?
—Ya esa propiedad estaba violada —se me salió.
—Ah… ¿habla español? —el abogado, sardónico..
—A veces.
—¿Por qué no nos cuenta qué hacía en la casa de esa familia?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada, no había nada que hacer, estaba vacía.
—¿Y se puede saber para qué entró?
—Porque estaba la puerta abierta.
—¿Y usted va entrando a todas las puertas abiertas que se le aparecen?
—Claro.
—Y la puerta del edificio ¿también estaba abierta?
—Sí.
Etc.

No sé cuánto tiempo pasé respondiendo estupideces. La casera insistía en llamar a la policía pero el abogado buscaba una solución «amistosa». «Amistosa» significaba, en este caso, monetaria.
Entendí que la situación no iba a variar y que el tipo podía tenerme allí hasta el fin de los tiempos, junto a las caras de odio de los vecinos que llegaban preguntando y multiplicándose.
—Bueno, ¿cuánto dinero cree que tengo que dar para que la familia se sienta compensada?
—¡Dinero! ¡Yo llamo a la policía! —la casera, que no entendía la extorsión del abogado.
—Yo pienso que unas veinte mil pesetas serán suficientes —el abogado.
—Vale.
Preparé un cheque y se lo entregué. El abogado me preguntó cómo podía saber que la firma del cheque era válida, tuve que mostrarle mi carné de estudiante y explicarle, además, el asunto del doctorado, dando detalles, incluso, de las características físicas del tutor del curso, gordito y de mirada puyuda, para que aceptara mi dinero. Le dejé, también, una dirección y un teléfono falsos.
Me fui sin pedir disculpas.

Estuve poniendo calles entre ellos y yo hasta llegar al Paseo de Gracia. Cuando por fin quise saber que nadie me seguía paré un taxi y le pedí que me dejara en la puerta de Castillejos 252. (1)

Arriba, Antonia me preguntó cómo me había ido, qué habían hecho los desahuciados. Le respondí:
—Nada, cuando me vine todavía no habían llegado.

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