WORK IN PROGRESS

sábado, 29 de diciembre de 2007

sin titulo: fragmento

Una película donde dos tipos van caminando por una calle de Shangai, de noche, y se tropiezan con un gordito que les dice "ladies bar sex massage". Los tipos siguen caminando, y el gordito detrás insistiendo “ladies bar sex massage”. En la esquina cruza a la derecha y les dice, "Is here! Come on, come on!", pero los tipos como si nada, como si el gordito hablara con el aire. Hasta que uno le dice al otro "¡Coño!, ¿ese no es el sitio por el que pasamos ayer, el que estaba lleno de carajitas buenas?", y el otro responde, "como que sí". "¿Nos asomamos a ver?", y se asoman. Una discoteca decoración kitsh egipcia y, a la vista, desde la calle, una docena de chinitas muy guapas, riendo y saludando, sentadas en taburetes de espaldas a la barra.
El gordito, que está en la otra acera, dando a los clientes por perdidos, se acerca corriendo, "ladies massage sex massage". Uno de los tipos le pregunta, riéndose, de chiste, cuánto cuesta una mamada. El gordito suelta un precio un poco alto. El tipo dice que las chicas están muy bien pero que él no puede pagar eso. Okay okay, ¿cuál es tu precio? Yo no pagaría más de tanto. Okay, tanto. El tipo, suspicaz, vuelve a preguntar, "¿eso incluye la habitación?" Sí, con la habitación. “Coño, no está mal”, le dice al otro. Si quieres anda tú que yo te espero. “Okay?”, pregunta el gordito. Okay, responde el tipo. Entran. Un rubio de unos cincuenta años es el único cliente. Una chica joven, la anfitriona/madama, con cara de estudiante universitaria, les pide que se sienten para escoger a las chicas. Los tipos se resisten un poco, diciendo que no quieren tomar nada, pero acaban sentándose. El gordito desaparece. El rubio desaparece. Se acercan las quince chicas de la barra y uno de los tipos señala a una. La chica se sienta junto a él. “¿Qué tomarán mientras preparan la habitación?” Uno de los tipos pide una cerveza y el otro nada. Un camarero trae rápidamente una cerveza y cuatro vasos con una bebida que parece té. “Perdona, yo no he pedido esos tragos”, le dice el tipo de la cerveza a la madama, que está sentada en uno de los extremos de la mesa con forma de U; en el otro extremo está la chica escogida. “Ya lo sé, son de la casa, para las chicas”, “Pero yo no voy a pagarlos, ¿okay?”. “Okay”.


*


Traen una bandeja con snack. La chica escogida le pregunta al tipo de la cerveza de dónde es, el tipo le responde. La madama habla con el tipo que no pidió nada. Le dice que el lugar funciona como discoteca los fines de semana. Las bandejas siguen llegando y el de la cerveza pregunta cuándo subirá, porque no tienen mucho tiempo, dice que unos amigos los están esperando afuera. La madama le responde que va a preguntar y que ahora viene. Los tipos se miran, dicen esto está raro, ¿tú ves algún matón por allí?, por si acaso toma mi pasaporte y cuando suba espérame cerca de la puerta. Las bandejas siguen llegando. La escogida vierte el contenido de los cuatro vasos que llegan en uno solo y, de repente, lo desaparece detrás de su asiento, como un truco de magia, sin chorrear nada. La madama vuelve y dice que la habitación ya va a estar. Las bandejas siguen llegando, la chica vertiendo, el contenido desapareciendo.
¿Por qué están aquí todos estos vasos? La madama se ríe y le dice que se relaje, que no se preocupe. Los tipos se preguntan qué hacemos. En un par de segundos las dos chicas se levantan y son reemplazadas por dos gorilas y un gilipollas, que en una bandejita metálica (es un sitio serio) trae un papel con la cuenta del consumo. La cuenta es una cifra ridículamente alta, la misma del boleto aéreo Barcelona-Shangai-Barcelona.
--¿Cómo van a pagar, con tarjeta de crédito o en efectivo? --pregunta el gilipollas, agresivo, haciéndose el tipo duro.

hielo





martes, 25 de diciembre de 2007

poemita de navidad

Tanto se rasca la cabra, que se daña.
Tanto da leche, que no da jugo.
Tanto se cuida, que se pierde.
Tanto canta, que termina muda.

Tanto se calienta el hierro, que se pone al rojo.
Tanto se bebe, que al día siguiente se está muerto de sed.
Tanto se come, que se acaba cagando.
Tanto se limpia uno el culo, que siempre está sucio.
Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.

Tanto vale el hombre, cuanto se le precia.
Tanto se le precia, que se acaba despreciándolo.
Tanto se vive en sociedad, que mejor se anda solo.
Tanto se ama, cuanto menos se es amado.
Tanto se quiere hablar, cuanto no se tiene quien escuche.
Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.

Tan malo es, que se le desprecia.
Tan bueno, que le piden prestado.
Tanto da, que le quitan.
Tanto le quitan, que se hace malo.
Tanto crece, que no hay quien le siga.
Tan grande es, que lo pisan.
Tan rápido va, que lo alcanzan.
Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.

Tan claro está, que lo tapan.
Tan seguro, que lo dudan.
Tan cierto, que lo tuercen.
Tan recto, que lo ablandan.

Tanto se tarda, que fracasa la empresa.
Tan agudo es, cuanto puya.
Tan diestro, como es siniestro.
Tan querido, cuanto es temido.
Tan admirado, cuanto es poco conocido.
Tanto destaca, cuanto a lo vulgar es parecido.
Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.

Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.
Tanto llega, que siempre se va.
Tanto se tiene, que se quisiera no tener nada.
Tanto sabe, que lo ignoran.
Tanto se invoca la Navidad, que al fin llega

Príncipe, tanto vive loco, que sana,
tanto va, que al fin vuelve,
tanto se golpea, que muda de parecer,
tanto se invoca la Navidad, que al fin llega.

valmondois






domingo, 23 de diciembre de 2007

sin titulo: fragmento

Hace un rato, ya de noche, caminamos por una calle vecina a un templo donde la gente hacía genuflexiones levantando antorchas de incienso. Más adelante se nos atravesó un cine.

¿Cómo será un cine chino? Ni idea, ¿nos metemos a ver? Seis rupias chinas, media rupia europea, un regalo. Había dos opciones, un sucedáneo cutre de Conan el Bárbaro, o una película china para adolescentes llamada Campus Universitario. Yo creo que esa es la menos indigna, ¿no?, por lo menos aparece una chinita medio en pelotas.

Compramos las entradas usando señas y nos enfilamos en la dirección que nos señaló el dedo de la mujer de la taquilla. Es macabro el sitio ¿Dónde coño está la sala? Le mostramos los tickets a unos tipos que nos señalaron unas escaleras de lata. Subimos, abrimos una puerta sucia y vieja. Qué desastre de cine, ¿no? En la pantalla un chino de lentes decía no sé qué, hablando en chino, muy correctamente. Una mujer de la vida real se acercó a marcar nuestros tickets. La sala estaba vacía. La mujer nos hizo señas de que no era allí, nos acompañó afuera, y nos señaló un balcón desmadrado, en un edificio cercano, en el mismo patio, casi al frente, a unos metros.

Llegamos a otras escaleras, mucho más ruinosas que las primeras. Coño, nos van a violar, nos van a matar, nos van a coger... ¿Dónde está la puta película? Por esta puerta no, está cerrada, por aquella tampoco, tiene que ser por esa. Nos metimos en un cuchitril donde un tipo sentado miraba una televisión en blanco y negro, con una hornilla de carbón mineral que le servía de calefacción. Le mostramos las entradas y el tipo nos hizo señas para que avanzáramos a través de una cortina. Esto como que es un cine porno barato. Y sí, efectivamente, cuando entramos, en una pantalla de tres por dos metros cuadrados, un chino le acariciaba las tetas a una chica joven. Mi amigo explotó en una risa. En una esquina de la imagen estaba la dirección de una página web.

Buscamos donde sentarnos mientras el tipo le pellizcaba los pezones a la chinita. Cuando por fin nos sentamos el plano se abrió para que el tipo le acariciara el coño a la chica que estaba en bragas con las piernas bien abiertas. Alguien carraspeó y soltó un escupitajo.

Un tipo caminó hasta una caseta junto a la pantalla y apagó el video. Pantalla azul. Poco después comenzó un nuevo video. Algunos asistentes se levantaron y salieron de la sala. Comenzó la siguiente proyección:

barcelona: vidrieras y plazas





sin titulo: fragmento

Te quejas, autor, de que la suerte sólo te sonríe de vez en cuando; pero siempre acabas consiguiendo lo que quieres. Ahora tienes trabajo en un hotel, lo has encontrado en menos de una semana. Mañana, quizá, te vayas a París. Quieres tenerlo todo sin esfuerzo, pero eso no es tener suerte, al contrario. Tan soso sería que, si lo probaras, sentirías que no sabe a nada.

(Ya ves, ahora me escribo mensajes de Navidad)

viernes, 21 de diciembre de 2007

sin titulo: fragmento

En la madrugada llegamos a Chendú. Dos taxis nos pusieron en un condominio con vigilante, jardines, edificios de cuatro pisos. Entramos al apartamento de nuestros amigos abriendo una reja; la pareja vivía allí con la madre de él. Una caniche blanca fue lo primero que apareció, orinándose de perra alegría. La chica la levantó, la abrazó, la besó, lo clásico de las mujeres cuando no tienen niños. Pasamos, un espacio amplio, muy bien decorado, minimalismo extremo-oriental aunque con muebles occidentales. Los zapatos se quedaron afuera, y el fantasma del olor a pie se vino dentro. Mientras tomábamos el té, con todo el rito de las tacitas, el agua caliente que se tira, el agua caliente que se vuelve a poner en la tetera, las hojas flotando, las hojas hundiéndose, etc., salió la madre. Nos presentaron. La mujer, medio dormida, nos saludó tranquilamente, sin extrañarse de que estuviéramos allí, y se fue a preparar el desayuno. El chico intentaba explicarnos, con su inglés manco, cada paso en el servicio del té chino. La chica nos mostraba una especie de música chill-out local. La madre arregló los platos y los cubiertos para el desayuno. Mi amigo dijo, en español, yo me la cojo fácil. Después de hablar corto con la madre nos anunciaron que usaríamos el cuarto de ellos, su amigo dormiría en el sofá, ellos se mudarían al cuarto de la madre, y la madre se iría a otro apartamento que tenían en la ciudad, desocupado. Oligarcas serios, multipropietarios. Nos sentamos a desayunar para que mi amigo usara sus frases chinas, etc.

*

-We are the Lin Piao's followers.

-Lin Piao? He was a Marxist, no?

-No, it's a joke. In Spanish, in Venezuela, if you don't have money, you say "estoy limpio", which in English means "I am clean", I have nothing, even money. “Limpio” sounds like Lin Piao, the Mao's general; so, here, in China, we are the Lin Piao's followers. Our travel is the Lin Piao's long march.

ile de france: granjas





sábado, 15 de diciembre de 2007

sin titulo: fragmento

El viaje hasta la ciudad con tren junto a los chavales chinos. Afuera, paisajes de acuarela, sembradíos de arroz, casas de barro, enormes montañas, nieve, ríos, puentes, lagos artificiales, pueblos de cemento, maquinaria agrícola, industrias, la ciudad, seis horas. En la ciudad con tren los chavales se lo montaron para secuestrarnos. Nos pidieron que dejáramos las maletas en su hotel, para luego ir a comprar los billetes de tren. En la habitación, cuando estábamos con ellos, me sentí de vuelta a mi juventud, cuando mis amigos eran hijos de papá que vivían en casas con piscina. No sé, la gestualidad, ese dejar estar, sin preocupaciones, típico de quienes nunca han pasado trabajo. En la estación, ofreciéndose como traductores, nos hicieron creer que el tren a Xian estaba lleno. Volvieron a ofrecernos una de sus habitaciones, en el hotel. Era un hotel cuatro estrellas, y a mí me daba dolor de bolsillo. Insistí en que podíamos buscar un hotel más barato. Ellos repitieron que no nos preocupáramos, que ya el hotel estaba pagado. Yo no entendía bien, pero me dejé llevar. Esa noche nos invitaron a cenar en el propio hotel. Un menú de lujo, chino, en un apartado exclusivo para nosotros, con dos chicas a nuestro servicio, paradas, decididas a no dejarnos hacer nada. Mi amigo seguía con sus payasadas, en la cena, y ellos con sus risas. Nos convencieron para ir, al día siguiente, hasta Chendú, su ciudad. Cuando intenté pagar nuestra parte de la cena la chica dijo que no, que ella se encargaba. Yo seguía sin entender pero qué carajo, eran chavales, se reían con nosotros, se interesaban en nuestras historias, y no inspiraban ningún mal rollo. La vi firmar un papel con la cuenta de la cena. Me sentía raro, pero agradecido. Después de la cena nos fuimos a dormir. Ocupamos el cuarto que antes era de su amigo y él se fue a la habitación con la pareja. Al día siguiente no recuerdo lo que hicimos hasta la tarde, no tenía nada especial, creo, la ciudad del tren.

Después de negociar con los pasajeros originales, consiguieron que compartiéramos el coche cama con ellos. Estábamos los cinco y una chica de unos treinta años, proletaria. Como se esperaba, a mi amigo le dio por hacerse el galán. La proletaria no hablaba inglés, así que nuestros nuevos amigos, los oligarcas, servían de traductores, soltando las carcajadas. El cortejo de mi amigo avanzaba con el tren. Primero fue preguntarle las típicas payasadas, el nombre, de dónde era, repetir frases en chino, etc. Pero a medianoche ya le estaba diciendo que estaba enamorado, y la chica sin saber qué hacer. La situación era un poco extraña, porque nuestros colegas estaban disfrutando con olor a sorna y desprecio hacia la proletaria. Cuando subí a dormir, en mi litera, después de jugar a las cartas con los oligarcas, mi amigo repetía, entre susurros, el nombre de la proletaria, y decía mi amor en chino, algo así, parece que le tenía cogida la mano. En la oscuridad del tren, entre los susurros de mi amigo y las respuestas de la chica, de vez en cuando estallaba una carcajada oligarca.

paris: tullerias y alrededores




martes, 11 de diciembre de 2007

sin titulo: fragmento

A toda velocidad, derrapando en la carretera de granzón, el taxi los llevó bordeando el lago. Fue un buen paseo, con frío, música pop china, miedo a un accidente, y pequeñas casas rurales iluminadas tímidamente por focos amarillos; ese tipo de viajes raros que luego saltan como recuerdos, por sorpresa. Cuando llegaron al pueblo del otro lado del lago la calle estaba vacía. El taxista insistía en que era allí pero, después de la experiencia del timo del barquero en Guilín, desconfiaban. Preguntar, queremos preguntar; trataban de explicarle. Apareció un cuchitril abierto; adentro, tres chinos jóvenes turistas y media docena de locales. El de las frases chinas se bajó; volvió diciendo que sí, que era allí; cogieron sus mochilas y le pagaron al taxista.

En el cuchitril preparaban desayunos: masa frita dulce y refresco embotellado.

Cuando el de las frases chinas se sentó para comer se fue al suelo, su sillita rota. Los tres turistas jóvenes, la cocinera, su amigo y los locales soltaron las carcajadas; él se levantó haciendo gestos de Bruce Lee, saludo al público, y se sentó en otra silla de escuela, contento por su entrada triunfal. En un momento comenzó a conversar con los tres turistas jóvenes. Con la chica, que era la líder y quien mejor hablaba inglés. Iban a la misma ciudad, en el autobús, para después usar el tren. Perfecto, el mismo itinerario.

Del cuchitril pasaron a una pequeña plaza, junto al autobús estacionado y vacío. El de las frases chinas hablaba largamente con la chica y sus amigos, explicándole de su vida en Australia. Ella quería ir allí, el año siguiente, para aprender bien inglés y vivir la experiencia. El amigo se fue a sacar fotos aprovechando la luz del amanecer que comenzaba.

Al fin, la hora de salida del autobús. Se sentaron en puestos vecinos. Cuando gente, fardos, gallinas y cestas estuvieron ubicados, el conductor intentó poner en marcha el motor. Nada. Lo intentó varias veces. Nada. Quizá tenía algo que ver con el frío, pensó el de las fotos, habían estado bajo cero, según los charcos congelados. El de las fotos le comentó a la chica, como chiste, que tendrían que empujar para arrancar el autobús. Su chiste se hizo realidad. El conductor, con gestos y frases, hizo salir a la gente que, abajo, comenzó efectivamente a empujar el autobús. El de las fotos se dedicó a lo suyo, con su amigo y los chicos chinos en el centro del encuadre.

Escupiendo por el escape una nube de humo negro que dio en la cara de los pasajeros el autobús encendió. Una de las pocas oportunidades en que vio a la gente reír abiertamente, fotos. El de las frases chinas lanzaba gritos de triunfo, como un héroe homérico mal plantado.

berna








jueves, 6 de diciembre de 2007

sin titulo: fragmento

Se me fue el insomnio y no he avanzado con la novela. Está del carajo, mi vocación de escritor. Bueno, la verdad es que casi nunca escribo cuando viajo. No lo necesito, no siento el hambre de escribir. Supongo que la literatura me sirve para huir de la rutina. Y los viajes ya son una huida. Dos huidas juntas quizá es demasiado. Pero cuando paso muchos días en un mismo sitio, en un viaje, me viene el hambre. Entonces compro un bolígrafo y un cuaderno baratos y garabateo varias páginas. Lo que sale es bastante penoso, casi siempre. Acabo tirando el cuaderno a la basura al volver. Recojo algunas ideas sueltas, pero nada más.

Cuando escribo viajando me pongo grandilocuente, una mierda. Mientras mejor es el viaje más grandiosamente pedorro soy como escritor. En cambio, cuando estoy llevando una vida gris me entra la creatividad. Qué gracia. Supongo que no se puede tener todo al mismo tiempo. Pero me pregunto por qué pendulo, por qué paso de la magnificencia pedorra al realismo sádico. No lo sé, quizá, en el fondo, son las dos caras de mi personalidad. Por suerte, como soy un tipo serio, acabo destruyendo todas las grandiosidades que salen de mis manos, dejando que se imponga, limpiamente, el humor negro. Pero eso no resuelve el problema de los viajes. Quisiera saber por qué, cuando estoy viajando, no puedo funcionar con normalidad, como en la vida real, con mi inocencia destructiva. Es curioso que actúe, con los textos, justo al revés que con la fotografía. Con la cámara me pongo espléndido en los viajes y tacaño en lo cotidiano. Creo que esto le pasa a mucha gente. Pero, ¿por qué la mayoría necesita contar a los amigos lo que están viviendo cuando viajan?... el paseo organizado, las conversaciones con los compañeros de grupo, lo mal que estaba la comida, lo sucio de las calles. No lo sé, soy impermeable a ese impulso. Quizá intuyo que todas estas pendejadas sólo emocionan al que las vive. Puede ser eso.

La única vez que escribí en un viaje casi a diario fue a los veintiún años. Me había ido de mochilero a Europa durante tres meses. Cambiaba de ciudad con frecuencia y quizá me sentía sólo. No sé, no recuerdo. Me gustaría saber qué decían las cartas, pero hace rato que deben haber desaparecido. Si no las tiró ella lo haría su madre. Yo estaba de novio con una prima de la destinataria y su madre no quería problemas con su hermana, así que interceptaba las cartas. No sé si las abriría. Espero que no, estaban pringadas de sexo, babas, y cosas personales. Cuando regresé, y no encontré a la destinataria en el aeropuerto, como esperaba en mi ilusión amorosa, sentí como una patada en el medio del pecho. Incluso le había enviado un telegrama anunciándole la hora de llegada. Intenté llamarla pero todos los teléfonos estaban dañados. Un aeropuerto sin teléfonos, de puta madre. Intenté sacar dinero para pagar un hotel esa noche y un autobús hasta mi ciudad al día siguiente, pero todos los telecajeros estaban dañados. Un aeropuerto sin telecajeros, de puta madre, otra vez. Me entró un shock tercermundista, claro. El calor, los militares, el que todo estuviera desmadrado, el no poder salir del aeropuerto en la noche, a buscar un taxi en otro lado, por miedo a que me atracaran. Lamenté haber vuelto de Europa, sobre todo, oliendo que mi historia de amor se había ido al carajo. No tenía dinero encima, los últimos dólares los convertí en vodka, en el avión. Se me ocurrió que la única forma de escapar de allí era en taxi, directamente hasta mi casa, a más de dos horas de autopista. Por suerte, mi madre tuvo para pagar; si no, a medianoche, no sé que hubiera hecho con el taxista.

Al día siguiente llamé a la destinataria de las cartas. La sentí rara, y ella me contó lo de su madre interceptando las cartas. Noté que estaba asustada, que no quería problemas, y pensé que si ella no estaba dispuesta a sacrificarse por mí entonces nuestra historia no valía la pena. Nunca más volví a llamarla, desaparecí. Típica reacción infantil, no fue la primera ni la última vez. Creo, de todos modos, que ella lo agradeció; tampoco trató de contactarme. Pero me estoy poniendo pesado con esta historia que no tiene nada que ver con el viaje a China, así que mejor salgo de aquí para seguir donde estaba.

pompidou: espace jeunes




miércoles, 5 de diciembre de 2007

A V I S O

He terminado de revisar las primeras páginas de una novela (alrededor de sesenta) y estoy buscando víctimas para recibir críticas deconstructivas. Si a alguien le interesa puede enviarme un correo a armandoluigi@hotmail.com. Gracias

domingo, 2 de diciembre de 2007

sin titulo: fragmento

Experimento: relacionar olores con templos (humedad vieja para las iglesias; alfombra polvorienta para las mezquitas; madera carcomida para las sinagogas; mierda de murciélago para los hinduistas; incienso barato para los budistas; pintura fresca para las pagodas; comida podrida para los animistas; orina rancia para los paganos).

Con este experimento se demuestra que los dioses pueden ser invisibles, pero no inodoros. Se demuestra, también, que para ser un fervoroso creyente es mejor no tener muy buen olfato.


*


La maleta que le dejé a mi amor recurrente tiene: cosas sueltas de cine mudo, como Murnay, Epstein, Riefenstahl, Renoir o Lang; en original queda, donde mi ex, mucho de Eisenstein y Lang; parte de Chaplin y Buster Keaton; también en original, casi todo Huston; todo Buñuel, en copia, porque es la única manera; todo Welles; Juana de Arco, La noche del cazador, Gilda, El tercer hombre, y otros cuantos clásicos; cosas de Ford; parte de Hitchcock; cine ligero de referencia, como Cantando bajo la lluvia, Fantasía y Con faldas y a lo loco; clásicos del cine negro, como el Buscavida o El hombre del brazo de oro; Quien teme a Virginia Wolf, Doce hombres sin piedad, y Eva al desnudo, entre otras muchas cosas de los cuarenta y cincuenta; cosas de Wilder, en copia, y algo de Godard; todo Fellini; mucho de Bertolucci, Polansky y Bergman; cosas de Kurosawa y del neorrealismo italiano, Passolini, Visconti y casi nada de Antonioni; algo de Sergio Leoni y Herzog; alucinaciones norteamericanas, como Barbarella, Zardoz, El planeta de los simios o Doctor No; todo Kubric y Berlanga; algo de Cassavettes y Woody Allen; casi todo Scorsesse y mucho de Coppola; Dos hombres y un destino, Alguien voló sobre el nido del cuco, El cartero siempre llama dos veces; cosas sueltas de Peckinpah y Spielberg; todo Fosse, en original; algo de Grilliam (Brazil, 12 monos) y Wenders (El cielo sobre Berlín y un par más); la primera parte de Almodóvar y la última de Eastwood; todo Lynch; Fiebre del sábado por la noche, Rocky, Star Wars y El imperio contrataca, Indiana Jones, Terminator, Allien, Nueve semanas y media, Sexo, mentiras y videos, Amistades peligrosas, y otras más; todo Kusturica y los hermanos Cohen; Sospechosos habituales, Cyrano de Bergerac, Días extraños, La reina Margot, Bajos instintos, El extraño mundo de Jack y mucho de Altman; Matrix, El club de la lucha, Snatch, Gladiador, La ciudad de los niños pedidos, y algo de Oliver Stone (Vuelta en U está del carajo); todo Tarantino, Almenábar, Mireilles, González Iñárritu, en original, y algo de Robert Rodríguez y Yimou; Trainspotting, American Beauty, Irreversible, y muchas cosas más, que dejo fuera por falta de espacio.

paris: pompidou











jueves, 29 de noviembre de 2007

sin titulo: fragmento

Experimento: se dispone a sentarse y se encuentra unas gafas de sol, marca Ray-Ban, clásicas, en perfecto estado; alguien que las encontró en el suelo y las puso allí, por si el dueño volvía. Se limpian las gafas y se cuelgan al cuello, a la vista, por si el dueño vuelve. Poco a poco va ganando la sudaquería, hasta que se cambia de asiento y se guardan las gafas en un bolsillo. Se huele que hoy será un día de suerte. Una hora después, se llega al pueblo donde comienza la caminata hacia los molinos medievales. Se necesita información para llegar, porque no se sabe cómo. Se encuentra la oficina de turismo cerrada, hasta las dos. Para hacer tiempo, se persigue un cartel que apunta a una iglesia del siglo XIII. Se camina de espaldas al sol y se saborea a Billie Holiday. Se huele el pino de los bosques, el azul del cielo, escaso desde hace días. Se pasea entre mansiones del siglo XIX, neogóticas de estilo. Se da la media vuelta, porque la iglesia no aparece, para perseguir al cartel que habla de un castillo, mientras se hace tiempo. Se camina con el sol de frente, se huele, con gusto, al sol de otoño. Se persigue el cartel del castillo diez, veinte, treinta minutos, mientras se sigue saboreando a Billie Holiday. Se llega al pueblo vecino y, contra toda lógica (ya la oficina de turismo debe haber abierto), se sigue adelante, persiguiendo el cartel. Se atraviesa una avenida larga y arbolada, se piensa en regresar en autobús. Se llega al pueblo vecino del pueblo vecino. Se entra a un pequeño restaurante familiar, de esos que sólo hay uno, recomendado ostentosamente por la Guía del Routard en el medio de la acera. Se ocupa una silla. Se hace el pedido. Se cruzan pequeñas miradas y comentarios con los ocupantes amistosos de una mesa vecina. Se saborea un terrine (ese paté granuloso que no se puede untar) como no se consigue en París a un precio humano. Se disfruta el vino y el resto de la comida. Se encuentra que abundan las copias cutres de un pintor machacado a destiempo por el merchandaise. Se pregunta la razón a los vecinos de mesa que comienzan una conversación encantados. Se huele la hospitalidad desesperada. Se piensa que esta gente se aburre, y les va perfectamente pasar la tarde con un tipo que trae noticias frescas del mundo exterior. Se agradece, de todos modos, aunque se ignoran cordialmente las invitaciones para quedarse a tomar con ellos un café y revisar lo que internet dice sobre el pueblo. Se saca la información necesaria y se pide la cuenta. Se paga, dieciocho en vez de doce cincuenta, se huele la avaricia de la dueña, se le deja el cambio como propina y se sale saludando sonriente a los de la mesa hospitalaria. Se colocan los audífonos para continuar saboreando a Billie Holiday. Se mira un panel a la vuelta de la esquina. Se pregunta a una mujer joven que pasea con su niño cómo llegar al cementerio. En el camino, se disfruta de una reproducción metálica de una pintura de la iglesia, en el mismo punto en que se pintó. Se llega al cementerio. Se pregunta a una vieja por las tumbas. Se camina y se encuentran, cubiertas por la hiedra. Se suspira feliz, una exaltación calma, agradeciendo al no-azar por todas las casualidades que llegaron hasta aquí, nubes doradas y cielo con sol lejano incluidos. Se descubre que no huele a nada, la hiedra, ni las flores secas, ni siquiera los insectos que suben y bajan, volando, mecánicos, sobre la tumba de Theodore Van Gogh. Nada, están allí los dos hermanos, y no huele a nada. Seguramente es así también, del otro lado, aunque el de la izquierda haya dicho que la tristeza durará para siempre.

Se continúa persiguiendo el castillo, como un agrónomo desubicado. Se entra a una oficina de turismo que se atraviesa en una callejuela. Se huele que las viejitas informantes están allí para no aburrirse. Se espera que, en cualquier momento, saquen su único ojo, ese que comparten. Se les compra un paquete de cartulinas con rutas a pie por la zona. Se agradece un mapa que propone perseguir reproducciones de pinturas impresionistas, in situ. Se desciende de un número a otro, mientras oscurece, lentamente. Se camina con un sabor fresco en la boca. En algún punto, mirando dos viejas casas aún paradas como las pintó Van Gogh, se saborea la felicidad, la buena, esa que sella los días que saldrán de repente a la conciencia, en el medio de un almuerzo, parado en la calle, después de follar, cuando menos se espera. Más adelante, una venta de vestidos horribles, incluyendo uno de novia, incrustados dentro de la montaña en una especie de cueva escaparate. Es el salto surreal que acaba de dar atrapar la memoria de la caminata. Muchos pasos más allá, de una docena de reproducciones, y justo cuando se acaba el sexto y último disco de Billie Holiday, se llega a una ciudad más bien anónima, de esas clásicas de la Francia profunda: veinte iglesias antiguas, trozos de murallas, un castillo, ocho torres, tres paseos comerciales, un par de buenas vistas sobre el río, lo de siempre, que hoy se deja pasar, porque es de noche, y porque se sigue hasta la estación de tren.

En el tren, de vuelta, mientras la felicidad pone todavía la sonrisa en la cara, una negra se sienta al lado. Llega su olor y, por un momento, se abandonan tren y civilización, al mismo tiempo. Entonces viene esa hambre muda que aprieta el estómago, las ganas de perderse y desaparecer, no se sabe por qué, en el interior de África, como ya se ha hecho, a medias.

Con este experimento se demuestra que, con un poco de buen gusto, se puede explotar un tipo de turismo que no atrae prácticamente a nadie, pero queda bien. Se demuestra también que el gusto y el olfato, a pesar de ser el sentido menos usado, sigue siendo el más profundo, mejor guardado en las tripas, recordando a las madres cuadrúpedas que, hace años, parieron a nuestras madres bípedas, hasta que se pruebe lo contrario.

paris: blanco y negro





sábado, 24 de noviembre de 2007

sin titulo: fragmento

Experimento: se estampa la boca contra el volante metálico recubierto de plástico duro, a la velocidad de sesenta kilómetros por hora, aproximadamente. Se abre un canal desde la parte exterior del labio superior hasta el interior del paladar. Se desprenden astillas de dientes y muelas, y se aflojan algunas piezas dentales. Se sangra de forma abundante. Se escupen sangre y astillas de dientes y muelas. Se siente una presión extraña en la zona, pero no precisamente dolor. Se espera un rato, entre una cosa y otra. Se escupe en un envase plástico, mientras se prepara la sala de operaciones. Se abre la boca y se recibe una gasa que facilitará el trabajo del especialista. Se estremece el cuerpo de dolor con la aguja que inyecta la anestesia primero en el interior del labio, luego en la encía, y finalmente en el paladar. Se acelera el pulso. Se humedecen los ojos de lágrimas mientras la herida del labio es cosida. Se escupe en un envase plástico, periódicamente. Se salta de dolor cuando una aguja con forma de anzuelo cose la herida de la encía. Se aprietan los puños cuando se recibe una nueva dosis de anestesia. Se siguen irrigando los ojos abundantemente. Se siente con precisión la entrada de la aguja con forma de anzuelo por delante y su salida por detrás de la encía, sobre los dientes. Se siente que la anestesia no sirve para nada. Se salta de dolor, de vez en cuando. Se escucha al traumatólogo decir “tranquilo, tranquilo, que ya falta poco”. Se siente el hilo corriendo de un lado a otro de la encía, sobre los dientes.

Con este experimento se demuestra que una sensación vale más que doscientos ochenta y dos palabras. No se demuestra nada más.

viernes, 23 de noviembre de 2007

paris: surreal





jueves, 22 de noviembre de 2007

sin titulo: fragmento

Cerca de Baisha, después de visitar un pequeño y antiguo monasterio budista de madera donde sólo vivía un perro, un viejo y su aprendiz, entre olores de madera húmeda y comida preparada al fogón usado también como chimenea, decidieron desprenderse de las rutas turísticas y avanzar, directamente hacia el este, en el mapa. Allí se veía un lago, entre las montañas, y más arriba la carretera continuaba hasta llegar a una ciudad con línea de tren. Les venía bien, pensaron, mezclarse con la China real, dejar ya los pueblos escaparates para turistas.

Un autobús que salía de Lijang a las siete y media de la mañana era la única manera de llegar al lago. Diez horas de viaje, aproximadamente. Dentro y fuera del autobús la China profunda, esa que estaban buscando. Como vecino, en el pasillo, un gallo negro amarrado de patas, asustado, dentro de una cesta. Afuera, por la ventanilla, las cosas cambiaban de tamaño, hasta desaparecer, a medida que el autobús se acercaba, lento, serpenteante, a la cresta de unas montañas cortadas, de manera increíble teniendo en cuenta la inclinación, por las terrazas de los sembradíos de arroz. Las primeras horas siguieron, aproximadamente, el curso del valle de un río que, en algún momento, se detenía, paciente, en una represa hidroeléctrica.

Hacia las dos de la tarde el autobús hizo la parada para el almuerzo. Una casa con un patio interior, los baños detrás de la cocina. Regresando del baño encontró a su amigo intentando conversar con dos chicas jóvenes, compañeras de viaje en el autobús. Su amigo repetía algunas frases en chino que había memorizado y ellas reían, tímidas, sin entender nada. Siguió de largo, sonriendo, pero sin ganas de participar en ese juego repetido ya tantas veces. Se acercó a mirar la cocina, aprovechando que la mayor parte de los pasajeros del autobús se habían ubicado en las frágiles mesas del patio arbolado y suelo de cemento. Se entretuvo mirando los platos que salían de la cocina.

Aunque la sensación de ser un completo extraño todavía no había pasado, ya comenzaba a diluirse. Ocurría hacia la tercera semana de viaje, ya lo había sentido varias veces. Al principio, el sentimiento de ser un cuerpo invasor deambulando por las calles acompaña a cada paso. Luego, hacia la segunda semana, ya empezaba a sentirse como un grano indoloro, pero algo molesto, para ese organismo mayor que son los pueblos y las ciudades. Con la tercera semana llega la impresión de que el organismo mayor no siente repulsión por la presencia, como si, de alguna manera, ya hubiera asimilado al cuerpo extraño, aunque sin incorporarlo. Para la definitiva incorporación no sabía cuánto tiempo se necesitaba. En realidad, nunca la había sentido, ni siquiera en el lugar donde había nacido.

Alguna vez leyó una novela donde alguien explicaba qué diferencia a los turistas de los viajeros. Los primeros sólo son capaces de permanecer unas pocas semanas en los lugares (¡semanas!, está claro que eran otros tiempos, que los medios de transporte funcionaban a otra velocidad), mientras el viajero podía pasar meses, incluso años, moviéndose de un sitio a otro, sin sentir que pertenecía más a un lugar que al próximo o al anterior. Era una buena definición.

Por el momento, mientras pasaba de un estado a otro en su vida de cuerpo extraño, no le quedaba más que observar. Seguir, con detalle casi científico, los gestos de sus compañeros de viaje. La forma de comer, el tono de voz, las sonrisas y las miradas, el tiempo que tardaban en pasar de una actividad a otra. Mirar, tratando siempre de no interpretar. Funcionar, en lo posible, como una cámara de cine que, además de captar sonidos e imágenes, atrapara olores y, sobre todo, sensaciones, impresiones e intuiciones de lo que había alrededor.

Vio a su amigo acercarse. El juego de las frases ya había dado lo que podía (no mucho, en realidad, pero lo suficiente como para pensar que estaba intercambiando algo con las locales). Cuando lo tuvo al lado le comentó lo que había visto salir de la cocina. Esa información se convirtió, poco después, en almuerzo.

NOTA ACLARATORIA

Se supone que tendría que abrir un vínculo al blog de Alejandro Caja. Creo que no puedo. Mi blog está viejo y gastado (sigue mi ejemplo) y ya no me da la opción. Abrir otro blog es un rollo. Así que, la única manera de conectar con el personaje y su mundo, es vía entrada, y al carajo. De todos modos, es importante hacer saber que, sea lo que sea, no estoy de acuerdo con nada de lo que expresa, difunde, promociona, afirma, despotrica, etc.

del blog alejandrocaja@blogspot.com

NOTAS SOBRE PARÍS


El clima: el clima en París es “qué puto frío, joder”, pisotones violentos contra el suelo de los Jardines de Luxemburgo.

Concierto de Lucinda Williams: pide mucho más espacio.

Paseos peripatéticos con el bueno de Armando: no se me ocurre mejor cicerone en París que un verdadero escritor sudamericano. Primero: porque a los verdaderos escritores sudamericanos que se mudan a París les gusta pateárselo de punta a punta. Después: porque a los verdaderos escritores sudamericanos que se mudan a París les encanta hablar de música, mujeres y literatura mientras se lo patean. Al hilo de todo esto: no sé, me da por pensar que París supone para él algo así como aceptar cierta tradición, la de los escritores sudamericanos que gustan de respirar la calle y escapan de la atmósfera de miseria intelectual que callejea en las capitales de sus países de origen. Quiero decir: alguien que, como Armando, ha hecho temperamento literario de la intuición, parece sentirse ya lo suficientemente maduro como para decidir qué es lo que toma y qué lo que deja de lo que se le ofrece en herencia. Y el lugar idóneo para realizar esa elección es una gran ciudad europea. Y la gran ciudad europea idónea para un detective salvaje como Armando es París. Sé que él no estaría de acuerdo en lo de la herencia, lo sé, me parece que ni siquiera se considera un escritor sudamericano, aunque sí se sabe ya un escritor verdadero. Pero bueno, creo que Armando y yo nunca estaremos de acuerdo en nada, ni siquiera en aquello en lo que estamos de acuerdo, como pueda ser la literatura de Bolaño o la fotografía de Avedon.

Les closchards: lo monumental y lo pintoresco saltan a los ojos a cada paso en París. La comida basura parisina es monumental. Los pordioseros, sin embargo, son pintorescos: parece que el ayuntamiento dispusiera de una brigada de estilistas para elegir y vestir a los que son aptos para formar parte del mobiliario urbano parisién. Las calles que recorrí las había recorrido minutos antes que yo una estilista de pordioseros municipal doctorada en Rembrandt: les closchards no sólo parecían haber escapado de una pintura flamenca: había algo en su sentido del decoro que sólo sé calificar de "pincelada femenina".

Las tías: están buenas, la verdad, así en general, y caen con cierta facilidad dentro de los compartimentos del prejuicio ideal con que se equipa un turista de medio pelo como yo en visita de fin de semana a París, prejuicio hecho de tres lecturas, cuatro pelis de la “nouvelle vague” y un estudio etnológico del esprit de la France digno de Hommer Simpson: boinas, foulards enrollados en cuellos frágiles con científica naturalidad, medias de costura, lunares, citas fallidas de Partre, taza de té en terraza a pesar de los cinco euros y el bajocero ambiental, y bragas, por fin, bragas-nunca-tanga que yo imagino del color del humo, con ribetes de encaje y a 200 euros o más la unidad. Diosssss, mi idea de la sofisticación es de lo más garrulo, joder: tengo que culturizarme, me asoma por debajo del abrigo la camisa seudointelectual...