WORK IN PROGRESS

miércoles, 29 de agosto de 2007

fez: gente





sin titulo: fragmento

De ese pueblo del río es la sesión de fotos junto al mercado. El fotógrafo de la idea novedosa y el ordenador obsoleto. Sobre el monitor, una cámara web y una impresora hecha polvo. Al frente de la cámara un viejo campesino de cabeza pelada, la cara arrugada y la mirada buena, como infantil. Transmite tranquilidad, el viejo, hace sentir bien. En el monitor blanco y negro está suspendida la cara del viejo. Afuera, en lo que, según este libro, sería la realidad, el viejo mira todo sin acabar de creérselo. El fotógrafo posmoderno manda a imprimir. Aparece la cara del viejo sobre un papel. El fotógrafo recorta la impresión, plastifica el papel, saca un marco de vidrio, mete la foto, atornilla el marco, y le lleva el retrato al viejo, que espera sentado. El viejo mira su cara, reprime la sonrisa; está feliz, completamente. Esa tarde el retrato colgará de una pared ruinosa, en el medio de una plantación de arroz, cerca del río; o llegará, como regalo, a una familia que le pondrá velitas dentro de un par de años. El grupo de mirones comenta, como aprobando el producto. Otro cliente espera inquieto junto a la silla del viejo. Sombrero de paja y camisa azul. El viejo se levanta, se quita el traje que le prestaron para la foto, y lo devuelve agradecido. En la mano temblorosa, dentro de una bolsa plástica, la foto retro estilo años treinta, por el blanco y negro pero, más que nada, por la expresión del viejo, solemne. Claro, si sabes que te estás sacando tu última imagen, ya va bien ir poniendo cara de muerto.

*

Gui-Zhou es una mujer de unos cuarenta años. Gui-Zhou espera en el muelle a los turistas que llegan sueltos. Ghi-Zhou nos consiguió hotel (comisión); nos hizo escoger, de unas bateas plásticas, con lástima y asco, la cena (comisión); nos sirvió las cervezas, no sé cuántas (comisión), hasta que nos fuimos a dormir (comisión). A Gui-Zhou no se le escapa nadie. Sonrisa y venga por aquí, te resuelve la vida, a unos precios que, con la cabeza en euros, son de risa. Gui-Zhou se las ha arreglado, no sé cómo, para no tener competidores. De hecho, el pueblo entero existe para que Gui-Zhou se haga rica. Gui-Zhou te mira de arriba a abajo, te evalúa, sabe exactamente lo que puede sacar de ti. Gui-Zhou no habla idiomas, pero se entiende con todos. Gui-Zhou, sin ser protestante, tiene el perfil clásico del empresario emprendedor. Gui-Zhou está picada por el gusanillo del comercio, es esclava de Hermes, sin saber. Gui-Zhou tiene olfato, te ofrece de todo, pero sabe cuándo parar, hasta dónde llegar. Gui-Zhou es una maravilla, pero tiene un defecto: cuando da la media vuelta, se le cae la sonrisa.

marrakech: barrio antiguo





martes, 28 de agosto de 2007

sin titulo: fragmento

…a un par de pasos cae el siguiente cuerpo. Me asusta, claro, el golpe de la caída, y me doy cuenta de que no tiene sentido seguir así, follando sin entusiasmo, con la erección a medias. Me siento a mirar las montañas. Doblo el cuello para ver al cielo, para saber si lloverá. El cielo tiene algo raro, no sé qué es, si el color o la forma. Nix casi en cueros, pero sin acabar de mostrarse. Miro alrededor, buscando alguien que se haya fijado. Me ha venido esa necesidad de compartir cuando encuentras algo extraordinario, esa ansia instintiva. Sólo veo a un compañero de clases del bachillerato, un personaje que siempre me cayó mal. Me fastidia verlo aquí, tan cerca de mí. Yo pensaba que había sido el único en llegar tan lejos, de todos los que estudiábamos en el colegio. ¿Sabes que ahora me iré a vivir a París? Le digo, supongo que para impresionarlo, pero el tipo no me ve, está ciego, tiene las cuencas de los ojos vacías, como algunos de los que piden limosna en la entrada de la estación de tren. Debió de ser en una pelea, en alguna fiesta, allá, quién sabe. Raro que nadie me dijera nada. ¿Sabes qué pasa? --me suelta el ciego, de repente-- se veía que tú no eras de allí, te estábamos echando, fuera de la zona, no te queríamos en nuestro territorio, tú no eras como nosotros, no eras de la manada. Vale, tranquilo, ya sé --le digo, mirando las cuencas vacías, con más asco que curiosidad--, a mí tampoco me gustaban ustedes, me parecían una pandilla de palurdos hijos de puta. Silencio. Sigo mirando sus cuencas vacías, un rato, con esa impresión de que te ven típica de cuando uno está frente a un ciego. ¿Ya sabes hasta qué edad llegarás? --vuelve a soltar el ciego, de repente, que tiene una forma de hablar un poco violenta. ¿Cómo? La edad en la que vas a morirte, ¿la sabes? No. Llegarás hasta los cuarenta y seis, te quedan nueve años. ¿Y tú cómo lo sabes? Lo sé. Vete a la mierda, yo no creo en adivinos. Te morirás como tu papá, de un infarto. Ah, no me jodas. Ya lo verás, te acordarás de mí. Si la palmo no me acordaré de ti, seguro, ni de nadie. Te acordarás. Puto ciego de mierda, ¿quién te crees que eres, Tiresias? No me entiende. Trato de levantarme, no puedo, estoy hundido en la tierra, hasta el pecho. Entonces me acuerdo de una película que vi cuando era pequeño. Un tipo está atrapado por un tronco que le cayó encima cuando estaban construyendo una represa; el nivel del agua comienza a subir y el tipo está atrapado; por suerte, lo acompaña un amigo; no hay tiempo para buscar ayuda, ni hay forma de sacar al tipo, tienen que esperar que suba el nivel del agua para que el tronco que lo pisa flote; cuando el agua tapa la cabeza del tipo su amigo le da respiración boca a boca; así están un rato, pero al que está hundido le da por reírse cuando piensa que se está besando con su amigo; después de la risa, debajo del agua, le viene la tos; después de la tos, debajo del agua, el ahogo, delante de su amigo, que lo mira desesperado, sin saber qué hacer; nada, al final sólo salen burbujitas, de la boca del tipo, que acaba con los ojos abiertos y la expresión de terror, debajo del agua, ahogado. Me acuerdo de la marea alta y comienzo a desenterrarme, apurado. Y entonces me doy cuenta de la suerte que tengo, si lo que dijo el ciego es verdad. Nueve años para hacer el tonto, lo que sea, no hay peligro, no me moriré. Invulnerable, como Aquiles, hasta los cuarenta y seis años. Desde ahora, pienso hacer el loco, exprimir la vida. Comenzaré cruzando África, de norte a sur, por tierra, desde Alejandría hasta Ciudad de El Cabo. Atravesaré el Sahara sin preocuparme por el sol, por la deshidratación. Después del desierto, caminaré la sabana sin pensar en la mosca tse-tse; me acercaré a los animales, a todos, para tocarlos; leones, rinocerontes, leopardos, búfalos… correré detrás, como un niño en un zoológico. Subiré el Kilimanjaro sin preocuparme por eso que me da, el edema pulmonar de las alturas, cuando paso los cuatro mil metros; me tomaré mi tiempo, claro, porque iré de paseo, pero me quedaré arriba hasta que me de la gana. Después atravesaré la selva sin hacer caso del paludismo, la disentería, la fiebre amarilla; me iré por los senderos oscuros hasta las aldeas más olvidadas, comeré lo que sea, lo que encuentre, lo que me den, beberé del agua de los pozos, aunque parezca barro… y además, como no tendré que pensar en el sida, follaré como un degenerado, desde ahora, con cualquier mujer que me siga la corriente. Tengo nueve largos años de vida, eso es más que suficiente para darle una buena vuelta al mundo. Después, ya cansado, me moriré. Ahora voy a recoger mi dinero para comenzar el viaje, nunca más un domicilio fijo. Pero trato de levantarme y no me puedo mover. Tengo una pierna enyesada, desde la ingle hasta los dedos de los pies. Un yeso enorme, pesado, lleno de firmas, la primera que leo es la de...

kaifen: gente





lunes, 27 de agosto de 2007

sin titulo: fragmento

Se me descontroló el sueño, al carajo mi régimen militar. Ya no duermo de diez a dieciocho, como venía haciendo. Ahora entro a mi habitación, casi a las nueve, aprovecho una conexión de wi-fi que llega no sé de dónde, me la casco mirando modelos desnudas en internet, y me duermo. Sólo una hora, porque entonces me despierto, sin sueño, pero con una presión fuerte en los parietales, ardor en los ojos, y los oídos tapados como si estuviera en un avión. Así me quedo, atontado, hasta las diecisiete, pasando del ordenador a mi cama en mi habitación oscura, decorada con una cortina de terciopelo negro, puesta para conseguir un estilo menos Ikea que Hipnos. Entonces caigo en la cama muerto, hasta que el despertador me devuelve al mundo a las veintiuna y treinta y cuatro. Otra vez una hora de tren y a trabajar.

Al principio me preocupaba, me daba mal rollo sentir cómo se desmadra mi cuerpo, pero ya me acostumbré. Asumo el desgaste, el sentirme enfermo, como algo natural. Incluso he aprendido a escribir así, tonto de sueño, retrasado mental profundo, voy dejando que las frases lleguen arrastrándose y se instalen en el ordenador, deshilachadas. Del carajo, la capacidad de adaptación que todos tenemos. Además estoy de buen humor, aunque vaya siempre agotado. Me siento bien y no sé por qué. Supongo que es la única forma verdadera de estar bien, sin saber por qué. Quizá me anima pensar que en un mes y medio ya me habré ido; o simplemente aprendí a pasar de todo. Quizá he llegado a ese estado de desprendimiento que buscaban los estoicos y que tratan de vender los sabios orientales. Es como si fumara marihuana todo el día: nada importa, todo es perfecto, cualquier cosa va bien. Comparto aquello de que el sufrimiento es un estado mental, la miseria una opinión relativa, el dolor un desajuste emocional. Me creo todas estas mamonadas, me suscribo a ellas, dogmáticamente. Va del carajo, vivir así, pasando de todo. Es como tener un parque de diversiones adentro. Y gratis. Un parque temático. La tierra del cagarte en el futuro laboral; el mundo de dejar que un perro se mee en los valores sociales; el castillo para mandar al carajo a la figura del padre; la montaña del no le pares bola a las expectativas, atracciones así… un parque muy cojonudo y divertido, de verdad, sin ironía.

Quizá lo de la felicidad sí sea un pedo químico, al final. Y andar falto de sueño sea equivalente a tomar Prozac. Puede que este ir gilipollas, desaparecer las ideas, dejar pasar los días, en cuenta regresiva, hasta que llegue el momento de cortar con todo, huir, y volver a empezar, sea, en realidad, el camino hacia la felicidad. Pero hay un fallo evidente: la cuenta regresiva, la necesidad de escapar. Si me quedara tranquilo, atontado por el sueño, aceptaría el aburrimiento, la rutina, la mediocridad. Incluso, puede que hasta consiga parecer un tipo decente, un hombre de provecho, un ente productivo para la sociedad. Si consigo ir siempre tonto del culo acabaré siendo un tipo normal.

Alguien tendría que haberme dicho, hace muchos años: tú escoge, trabajo nocturno o Prozac. Pero el mundo es así, nadie se preocupa por nadie, por eso va como va.

paris: gente





sábado, 25 de agosto de 2007

sin titulo: fragmento

La historia va así: está por acabar agosto, en un par de días cobro el sueldo del mes, y crecen las esperanzas de no cobrar el próximo.

Anoche una colega del hotel, una uruguaya pequeña de mirada brillante, me dijo que había leído el blog, que muy bien, se divirtió mucho, pero que sobre todo le gustó el trozo del once de agosto ¿Ese cuál es? Donde cuentas lo del hotel. ¡Ah, vale, claro! Joder, pero eso lo colgué hace tiempo. Es que me pasé la mañana leyéndolo todo, hasta el currículum, que me pareció muy ingenioso. Es de cuando trabajé en una agencia de publicidad; qué bueno que te gustara, gracias.

La noche anterior ella me preguntó si yo era escritor. Le dije que no, porque no vivo de eso, pero que escribo, y me han publicado alguna cosa. Me dijo que quería leer un libro mío. No se consiguen, si quieres te doy la dirección del blog, que allí hay textos colgados. Vale.

Ella supo de mi vida oculta por otra compañera del hotel, que me conocía por una amiga suya con quien alguna vez chatee. A mí me avisó la de Castelldefels. Hace un par de semanas me dijo que me estaba haciendo famoso en el pueblo; que la chica del chat leía fielmente las gilipolleces que cuelgo en internet, que decía no sé qué de nuestras conversaciones, de cuando chateamos. Pues de puta madre, pensé, hoy dormiré bien, con el ego inflado.

La de Castelldefels conoce a la del chat, no sé de qué. Yo, por supuesto, no me acuerdo de ella, ni sé cómo se llama. La de Castelldefels se ofreció a llevarme a un bar donde podía encontrarla. Yo, con mi horario de mierda, le dije vamos a ver. La de Castelldefels me dijo que era rubia, pequeña, guapa de cara, aunque un poco pija, pero como a ti te gustan las pijas, ya te va bien. Después me dijo que la pija era amiga de una chica que acababa de entrar a trabajar en el hotel, y que esta chica fue compañera de trabajo de su vecina, la de arriba, que como me conoce le preguntó por mí a la que entró en el hotel, y fue ella quien le soltó el cuento de la pija de los chats y mi novela en internet, algo así. Una cadena larga y complicada. Resumiendo, que Castelldefels, por dentro, es un pueblito de mierda, casi una aldea, o que la gente habla muchas pendejadas.

Equis, la uruguaya se leyó el trozo sudacoanarquista y me lo comentó, riéndose, anoche, frente al compañero de turno, otro uruguayo, un chaval grande, gordo, tan rápido de entendimiento como corto de luces (y es que vivió los últimos diez años en Norteamérica, y sólo tiene veinte, eso le quita las luces a cualquiera). Hay buen rollo, entre él y yo, somos buenos colegas. Hemos repartido el trabajo y todavía no se cree que nos quede tanto tiempo libre, en el turno. Trabajamos rápido y ya tenemos cuatro meses de experiencia, así que él pasa la noche chateando y hablando con su familia, y yo acomodando fotos, revisando esta vaina, y haciendo un curso de pronunciación del inglés. Y todos contentos.

Pero a mi compañero de turno le gusta juguetear con las autoridades. Necesita que la maestra lo tome en cuenta, como en la escuela, cuando era el mejor alumno de la clase. Así que, creo yo, no tardará en soltar, como al descuido, la noticia del texto, para que llegue a oídos de la jefa de recepción y ver qué pasa, cómo me va a castigar.

*

De todos modos ya soy el más odiado de la corte. Me lo gané, sin hacer nada. Por Momo. Ayer mismo, una compañera, cuando me entregaba el turno, me salió con una respuesta agresiva, por sorpresa, al yo comentarle no sé qué. Pues de puta madre, mi trabajo funciona, está casi garantizada mi no renovación.

Tengo buena suerte para ser odiado por las mujeres neuróticas. Me pasa mucho. No sé qué proyectan en mí pero, si pudieran, me tirarían piedras en la calle, y yo tendría que correr. Es odio puro, de verdad, del bueno.

Algo parecido les pasa a los tipos que se creen listos, los pilas, los que se llevan a quien sea por delante para llegar a donde van, siempre hacia arriba, arrastrándose. El jefe de restaurante es así, el novio de la jefa de recepción. Con él regreso a los días del bachillerato. Cuando trabajé en la tarde me maravillaba al ver su forma de intentar volver a follarse a mi compañera de turno. Parado junto a ella pasaba la mitad de la tarde tamborileando con los dedos sobre el mueble y la otra mitad diciendo cosas al estilo “yo no sé qué se cree la gente, me llaman a cualquier hora para preguntarme gilipolleces, no me pasen ninguna llamada sin antes decirme quién es, ¿vale?”. Lo miraba, decía vale, cerraba la boca, pero se me quedaba afuera la sonrisita. No lo podía evitar, la sonrisita, me salía sola. Supongo que el tipo pensaba que mi gesto era de sarcasmo, arrogancia, algo así. Y eso no puede ser, siendo yo un gilipollas perdido, desde su punto de vista. ¿Cómo un tipo que no es nadie lo puede mirar con cara de que no le importa una mierda quién es él ni lo que dice?

Y con su novia debió pasar igual. No entrar a su despacho para hablar mal de los compañeros de turno, en este hotel, está muy mal visto. Como no hay ascenso posible ni beneficios salariales, aquí los premios y castigos sólo tienen que ver con los horarios y las vacaciones. Y eso, la verdad, no es mucho. Entonces la jefa de recepción, la pobre, ansiosa de poder, no encuentra el cómo. Para sublimar, busca que le hagan la corte. Como Luis XIV, aunque sin tener puta idea de quién es él. En su ordenador alguien puso hace unos meses una pegatina que dice “la jefa”. Allí sigue.

Pues esto, pendejaditas así, cositas de estas, batallitas para llenar los días de la peña, que se aburre, y no tiene más vida que el trabajo en el hotel.

Yo, cuando estoy en estos ambientes donde no pinto nada, donde no sé qué decir ni qué hacer, me cierro, trato de hacerme el pendejo, me esfuerzo todo lo posible para convertirme en un cero a la izquierda. Y ya no puedo cambiar, la verdad, estoy viejo; no tengo puta idea de cómo integrarme, meterme en las conversaciones, jugar a las intrigas, repartir cizaña y, para ser sincero, todo esto me importa un carajo, y de las tripas me sale una voz diciendo “que se vayan a la mierda, esta gente no existe, no me interesa”. Y es muy difícil de callar, a esa voz, aunque lo intente. Entonces, mi búsqueda del cero a la izquierda falla, por los ojos, creo. Mi pinche miradita jode la actuación. Los jefes no son tontos (por eso son jefes), y se sienten poco respetados, mal subordinados. Siempre es igual. Además, algunas veces se me salen cosas por la lengua, para acabar de cagarla. Por ejemplo, cuando, medio pedo yo, en la fiesta de fin de año de una agencia de publicidad prestigiosa, gigante y corporativa, donde hacía prácticas, el jefe del departamento me preguntó por qué no participaba en los “juegos” que se habían organizado para la fiesta, a mí sólo se me ocurrió decir “es que no me educaron para hacer el ridículo”. A las dos semanas estaba fuera, claro.

Y allí es cuando la peña empieza, con toda razón, a comentar: este gilipollas, ¿qué se cree?, ¿de qué va?, ¿no se entera de que no es nadie?, casi cuarenta años y mira dónde está, recepcionista de hotel, toda esa arrogancia, esa prepotencia, qué asco… ¿pero sabes qué es lo peor? No, qué es. Bueno, no sé si decírtelo. Anda, dímelo. No sé, es que es muy fuerte. ¡Dímelo! Vale, te lo digo, pero no se lo comentes a nadie, ¿vale? Vale, a nadie. Pues resulta que el tío… el tío ni-si-quie-ra se ha podido comprar un coche para venir a trabajar en Castelldefels; se viene cada día en tren. Qué fuerte, ¿no? Demasiado, demasiado fuerte. Yo creo que está enfermo, ese tío no es normal, ¿no te parece? Yo creo que sí, no es normal, no puede ser, está enfermo. Sí, ¿verdad?, enfermo, eso es lo que digo yo. Enfermo, no es normal.

paris: munecos





viernes, 24 de agosto de 2007

sin titulo: fragmento

Entonces apareció un bar, allí, en el medio de la selva, junto al río. Como para no creérselo, el lugar. ¿De qué vivía?, ¿quiénes eran los clientes?, ¿un intento del gobierno para atraer a los turistas? Lo más increíble de todo es que tenía electricidad, y por la electricidad, un refrigerador con cervezas frías. Botellas chinas, de dos tercios de litro. Demasiado bueno para dejarlo pasar. Entramos. Pedimos dos y después nos vamos, ¿vale? Sí claro mi pana. Claro, sí, una mierda, pedimos dos más. Se sentó con nosotros un chino que, cuando llegamos, estaba en otra mesa con unos amigos. Comenzamos a hablar no sé de qué, ni cómo, con el chino. Afuera, un gallo intentaba follarse a una gallina. Dionisíaco todo, por allí.

No sé cuántas cervezas tomamos, diciendo estupideces, riéndonos de no sé qué. Se nos hizo tarde, caminando no íbamos a llegar. Necesitábamos un barco que nos moviera hasta un pueblo, a dos tercios de camino en el mapa.

Uno de los chinos del bar se ofreció, claro. En ese momento supimos que eran balseros. Salimos, no muy borrachos, porque las cervezas chinas son muy suaves y habíamos estado sudando y orinando todo el rato.

Esta vez tocó una balsa de bambú. El tipo avanzaba empujando la balsa con una vara larga clavada en el lecho del río. Como para no llegar nunca, pero se iba más rápido de lo que se piensa, aquí sentados. Aunque la cosa se complicaba cuando pasaban los barcos grandes con los turistas. Las olas nos hacían zozobrar. El turismo de masas, jodiendo siempre. Nos tomaban fotos, las viejas gordas norteamericanas paradas en la cubierta de los barcos. Abortos de sirenas, mitad mujeres, mitad puercas amarillentas.

De repente vimos a los canadienses caminando junto al río. Iban sin el guía. Deben de haberlo ahogado, dejándolo entre los cañaverales, como a Luis El loco, por hablador de pendejadas.

En algún momento el barquero atracó en la orilla derecha. Nos dijo que tenía que mear, yo aproveché para hacer lo propio. Mi amigo se quedó en la balsa, tratando de caerse. Al regresar el barquero dijo que hasta allí llegaba él. ¿Qué?, ¡Hijo de puta, después de que te invitamos las cervezas! Ni de coña, tú nos pones en el pueblo o no hay rupias. Él pueblo está allí mismo, miren, y señala con el dedo a la otra orilla. Pues por eso mismo, qué te cuesta llevarnos hasta allí, además, ¿cómo pasamos al otro lado? Con ellos. Y nos señaló a un grupo de barqueros, ociosos, estacionados por los alrededores. Allí estaba el negocio, comisión por el último trozo de viaje con otra barca. O nos llevas al pueblo o no hay rupias. Yo no tengo permiso para llegar al pueblo. De aquí no nos movemos. Pero yo no puedo llegar al pueblo. Entonces déjanos en la otra orilla.

Al final el tipo nos llevó al pueblo, claro, pero tuvimos que soltarle más pasta, el equivalente a su comisión, creo yo.

Al final, acabamos mordidos de pirañas, no nos escapamos.

*

Nunca pensé que regresaría tantas veces al Ultramarino.

Cuando corrió la voz de que nos habíamos estrenado todos los amigos me pidieron que los llevara. Pandilla de vírgenes pajeros, lo que tenía yo por amistades.

Primero llevé a mi amigo de Australia y a un vecino suyo. Luego volví con el magnate y otro colega. Entonces le tocó a otro vecino de mi amigo el de Australia, que entró y salió lanzando la puerta como si estuviera en un bar del oeste. Después llevé a dos amigos de mi hermana. El siguiente fue el hermano menor del vecino de mi amigo el de Australia. Vaya pedo, ya no me puedo acordar a cuánta gente hice perder la virginidad en aquel burdel de mierda. Chulo de putas, tendría que haber sido mi oficio, en esa época. Pero, ingenuo yo, siempre lo hice por vocación, nunca pedí nada. Ejercía la caridad con las putas y con mis amigos, como Jesús. Un par de cervezas, quizá, para distraerme mientras esperaba sentado en el coche, porque yo no entraba. Sólo repetí una vez, cuando llevé a mi amigo el de Australia, con quien compartí (él primero, que se estrenaba, y yo después, que ya era un veterano, porque había follado una vez), los servicios de una nereida del Ultramarino. Esa vez no me corrí y salí preocupado. Era hora de almuerzo y, mientras follaba, mi nereida iba gritando lo que quería para comer. Luego una ninfa abrió la puerta, me miró el culo, dijo perdón, confirmó el pedido del almuerzo, y cerró la puerta. Me desconcentré y comencé a perder la erección. Mi nereida hizo todo lo posible para acabar con buen pie lo que se estaba yendo al carajo. Me dio una larga mamada. Mientras tanto, el hombre de la casa (Poseidón, supongo que se llamaría), iba gritando que si no acababa rápido tendría que pagar el doble. Tres chic et tres refiné, le lieu, on peut voir.

Quizá este impasse culinario me llevó a decidir que no volvería a pagar para echar un polvo.

Ahora estoy sufriendo las consecuencias de mi decisión. Sexo amateur, por todos lados. Nada de mujeres dedicadas, sólo aficionadas. Y así no se puede andar, estas cosas hay que tomárselas con seriedad.

essaouira: gente






martes, 21 de agosto de 2007

sin titulo: fragmento

Del otro lado del río las dos parejas de turistas y su guía. Canadienses, me parece que eran. El guía iba explicando el nombre de las montañas, “Tigre agazapado al acecho del cervatillo que corretea inocente de su destino”, “Dragón melancólico a punto de despertar de un sueño más plácido que atormentado”, “Cabeza de Buda sonriente antes de la apoteosis festiva de los juegos florales celebrados al final de la primavera”, cosas así. Yo no veía nada, pero estaban allí, en las formas de las montañas, según el guía chino. No tengo imaginación. De todos modos, no le iba a discutir, no era yo quien le pagaba. Por las montañas, había imágenes de fotos en todas partes. De allí la obligación, para los pintores tradicionales, de pasar en este río una temporada. Cada uno debía encontrar su visión del río, un pedo de iluminación budista, o quizá un ejercicio de adivinación, no lo sé. Tiresias apincelado. Por eso hay dibujadas miles de versiones de estos colmillos que algún dragón envejecido incrustó, hace millones de años, en las orillas de un río que cruzamos por segunda vez, con el ticket oficial, el de la sonrisita de Mao. A partir de aquí ya no había cruces de río, sólo camino.

El sendero cambiaba, de arena a piedras, de barro a hierba, pero el esquema era el mismo: nuestras vanidades, nuestras vidas toda, anuladas por el río, las montañas y sus acantilados.

En algún momento, hacia las tres de la tarde, los canadienses decidieron comer. Nosotros, como buenos sudacas, no traíamos nada. O sí, unas galletitas chinas saladas. Pero el traíamos se quedó atrás, hacía rato. Las galletitas desaparecieron por una vieja obsesión de excursionista confiado: mejor llevarlo todo en el estómago, y no en bolsitas plásticas que vayan jodiendo con sus saltos por todo el camino. Nos despedimos de los canadienses y de su guía y seguimos el camino haciendo equilibrio por los bordes de cemento de un canal de riego. Había que apurarse, para poder llegar con la luz del sol, faltaban veinte kilómetros. Eso, o coger otro barco que nos llevara río abajo y nos soltara donde le diera la gana.

*

Bar Ultramarino, en el cartel. Cerrado. Claro, era mediodía. Un camión descargaba cajas de refrescos en la licorería de la esquina. Un hombre se acercó, tocó el timbre, se abrió la puerta. Apareció una rubia gorda, de unos cuarenta años. Al rato el hombre se fue. La mujer cerró la puerta.

¿Vamos? Ya va, respondió mi amigo. Pero vamos, no nos vamos a quedar aquí parados. Ya va, espérate un momento. Yo estaba muy nervioso, pero mi amigo estaba acojonado. Bueno, no nos vamos a quedar hablando aquí al frente, por donde pasan todos los carros, mejor pasamos y vemos adentro. Mi amigo, como no sabía qué hacer, me siguió a la otra acera.

Toqué el timbre. Abrió la misma mujer, secándose los ojos como si hubiera estado llorando. ¿Qué quieren? Es que nos dijeron que aquí… ¿Qué edad tienen ustedes? Quince, pero no lo íbamos a decir, claro, dijimos diecisiete. Apareció otra mujer, de cabello oscuro. Déjalos pasar. Y pasamos.

Una casa vieja, estilo colonial, típica del centro. Oscura, el suelo de cemento pulido, un patio central. Preguntamos el precio. Nos respondieron no me acuerdo cuánto. Estaba bien, dentro del presupuesto. ¿Quién se viene conmigo? Preguntó la mujer rubia y gorda. Yo, y le pellizqué una teta, no sé por qué. Ven por aquí. Y vine, pero también vino mi amigo, detrás, que entró a la habitación con nosotros. ¡¿Y esto cómo es?! Dijo la mujer, riéndose. Mi amigo salió de la habitación, se lo llevó la de pelo oscuro. Yo no había terminado de acostumbrarme a la oscuridad cuando ya estaba desnuda, sentada en la cama, los sujetadores debajo de las tetas. Ven acá. Me acerqué, me ayudó a desnudarme, me dijo que no me quitara las medias, qué manía tienen los hombres, de quitarse las medias, me lavó la polla con una palangana de agua; me la apretó fuerte, supongo que para saber si tenía alguna enfermedad. Comencé a ver el sitio. Muy cutre, claro, pero menos de lo que parecía desde afuera. No recuerdo cómo se me levantó; si ella me lo sacudió o se lo metió a la boca. Supongo que me lo sacudió, porque si no me acordaría de la mamada. Lo que sí recuerdo es lo difícil que se me hizo entrar. No sabía por dónde iba el tema. No lo habría metido en cien años si ella no me hubiera ayudado. Me sentía raro, con esa mujer abajo. Las tetas grandes y caídas a los lados, el coño rubio, un poco lampiño. Después, la sensación en la polla, el calor dentro de ella, y el roce de los movimientos. Era todo muy extraño, la verdad. Era como cascársela, pero sin intimidad. Recuerdo que le chupaba una teta, mientras follábamos. Le di un trozo de beso con lengua. Ella me respondió con la suya pero yo me acojoné y aparté la cara. Seguí chupando teta y moviéndome. Después la miré, acostada abajo. Hasta que me corrí. Nada más, se acabó. Me salí, me quedé de pie. Ella se levantó, se lavó, me lavó, se vistió, y me preguntó si yo lo hacía con mis compañeras de clase. Yo le respondí que sí; claro, no iba a decirle que ésta era mi primera vez. Pagué y salí de la habitación, ella venía detrás. Mi amigo ya había acabado. Duró menos que yo. No sé cómo hizo, porque yo no estuve más de diez minutos en el cuarto. Nos despedimos y salimos.

En la calle, sudados por el ejercicio y por el mediodía:

--Al final… tanto que hablan de tirar… ¿y sólo era esto?

paris: edificios





lunes, 20 de agosto de 2007

sin titulo: fragmento

La tabla de precios muestra unos números cojonudos, y el sitio no parece tan guarro. ¿Tienen habitación? El tipo sale desganado del agujero usado como recepción y se acerca a un colega que está acostado en el suelo, sobre unas colchonetas. Regresa. Deuxieme etage. Subo los veinte kilos de ropa beduina y babushas que están en mi mochila. Cuando acabo de subir me giro y veo en las escaleras a una rubia que lleva un cachorro entre las manos. ¿Sabes dónde están las duchas?, en francés. Pasa de mí. Me responde el recepcionista, que viene detrás. En la terraza, y me señala las escaleras. Entro a la habitación, dejo mis cosas. Subo a ducharme.

Después de caminar unas horas vuelvo al hotel en la noche. Entro a la habitación. La cama, la almohada, las paredes, el suelo, el espejo, el lavamanos, el foco desnudo de la luz, el mundo en general está sudando el calor del día. Vuelvo a ducharme. Regreso. En la habitación, con el calor, no se puede estar. Saco una silla, me pongo a leer frente a la habitación. Las puertas abiertas, intentando airear. Sale la rubia en sujetadores. Me pregunta si he visto a su cachorro. No, pero sí veo sus tetas. El cachorro asoma la cabeza, junto a sus pies. ¡Aquí estás! Desaparecen. Vuelvo a mi libro, el gran Choukri.

El cachorro sale y llega adonde estoy. Cancerbero sin guardián. Lo cojo, me levanto, camino unos pasos. Aquí está vuestro perro, digo junto a la puerta. Sale otra rubia, más pequeña que la anterior, pero más guapa. Está un poco gordita, eso sí. Coge el cachorro riéndose. ¿Qué hacen con él? Mi amiga lo ha visto y se ha enamorado. ¿Dónde lo encontraron? En Essaouira. Está muy bien ese sitio, estuve cinco días por allí. Sí, está muy bien. ¿Y qué van a hacer con el cachorro? Lo llevamos a Ámsterdam, mañana. ¿Pudieron sacar todos los permisos y los papeles? Sí. Yo pensaba que era más difícil. El recepcionista se asoma por la terraza y grita algo de mala leche. No entiendo, ¿qué dice? Creo que dice que no puedes entrar a nuestra habitación. Vaya, pues bueno, buen viaje. Adiós.

Regreso a mi libro y a mi silla, hasta que me da sueño.

A medianoche me levantan unas risas. Estoy bañado en sudor. Mi habitación tiene un servicio que no me cobraron, la sauna. Oigo la voz de un tipo en el cuarto de las holandesas. Abro la ventanita para mirar. Es marroquí, no sé si el de la recepción, no se ve bien. Risas. Hablan en inglés, el del marroquí es muy malo. Les propone subir a la terraza, que hace menos calor. Movimientos y puertas, suben. Me mojo la cabeza en el lavamanos, enciendo la luz, me siento a leer, se me ha ido el sueño.

Risas y voces en la terraza. Al rato, ¡No me toques! Murmullos. ¡No, no quiero que me toques! Murmullos. ¡No, no quiero!… todavía. Las voces, un rato más. Silencio. Puertas. Me asomo a ver dónde están. Nada, deben haber entrado a follar. Silencio. Salgo, con la excusa de la ducha, a intentar escuchar algo. En la habitación está una holandesa, la pequeña, acostada con la luz encendida. Subo a la ducha. No escucho nada. Me baño. Regreso. Me encierro en mi habitación, leo sentado, la luz encendida.

El marroquí entra a la habitación holandesa. Risas. ¡No, déjame tranquila! Murmullos. ¡No, quiero dormir, déjame! Un grito holandés desde arriba. El marroquí sale. La holandesa pequeña cierra la puerta y apaga la luz.

Yo cierro el libro, me levanto, lo dejo sobre la mesa, me mojo la cabeza en el lavamanos, apago la luz, me acuesto, y me masturbo por segunda vez pensando en las holandesas.

paris: blanco y negro





sábado, 18 de agosto de 2007

sin titulo: fragmento

De Guilin al destino son cuarenta kilómetros. A pie, siguiendo el río. Junto a las montañas de cal, las de las acuarelas chinas. Pasada media hora, aparecen casas y barcas. Con motor o de bambú, las barcas. De bloque, las casas, y con electricidad. Esperan a los turistas que no llegan. La temporada es mala. Cuarenta kilómetros es mucho, para caminar en un solo día, es el razonamiento. Se negocia el precio para descender diez kilómetros. La barca, hecha para cuarenta pasajeros, sólo lleva dos. Pequeñas algas, el ruido del motor, la brisa fresca, el cielo claro, las montañas y sus formas, gigantes, cortadas, oníricas. En esos momentos se piensa que la vida es dura, pero sólo para los demás. El barquero, buen hombre, deja al pasaje a mitad de camino. Dice: “es por allí, caminen en esa dirección”.

Descarga y se va. Una plantación de arroz. Una casucha. Un campesino. El nombre del pueblo que prometió el barquero. El campesino no entiende la pronunciación sudaca del cantonés. No hay forma de comunicarse. Después de muchos intentos, acaba por comprender. Con gestos, dice que el pueblo está lejos. Señala un camino, entre los huertos. Atravesar los huertos y el camino que se hace cada vez más herboso, hasta desaparecer. Nada, al carajo, no hay por dónde seguir. Otra vez al campesino. Ahora el tipo camina adelante. Al rato aparece una carretera de tierra. La propina. El campesino, riendo, hace como que no la quiere aceptar. Se insiste. El campesino la coge, está contento.

La carretera de tierra sube. Mejora el paisaje. La vista sobre el río, los barcos remontando o descendiendo, lentamente. Cinco kilómetros de camino, así. A veces, a la derecha, hay huertos y letrinas abiertas al caminante. La mierda cae en un charco que fertiliza el campo, qué bien. Como para meter las lechugas directo en la ensalada. Por fin, el pueblo a donde prometió llegar el barquero con vocación de taxista, el mamón. Se aparece el río. No hay puentes, no hay forma de cruzar. Una mujer ofrece su barca. Un precio absurdo. Europa cambiando de orilla sobre un toro chino y avaro. Al carajo con la mujer, que insiste. No, no, gracias. Se pega a insistir. Mientras tanto, con la china atrás, preguntar cómo seguir el camino a todo lo que se mueve. El chofer de un autobús dice que él va. Arriba del autobús, el río se aleja. Se muestra el mapa a una pasajera. La mujer dice que no, con gestos, que con este autobús se llega, pero no por el río, sino por el interior, recorriendo con un dedo el mapa. Huevos. Detener el autobús. Caminar de vuelta. ¿Y ahora qué? Aparecen otros turistas, por pura casualidad. Se les pregunta. Explican. La salvación: un servicio de barcas que cruzan el río, controlado por el gobierno. Carontes estatal, óbolos maoístas con sonrisita, la cara de abuela del Gran ñoño. Boletos impresos a color, cutres pero serios. Salvados. Se puede pasar sin ser mordidos por las pirañas, pirañas que sólo comen turistas, pirañas de cabezas humanas, de ojos agachados.

*

Creo que comencé lo de Consuelo, pero no acabé. La dejé abriéndonos la puerta, a mi amigo y a mí, después de meter a Fabián en la historia. El hecho es que allí estábamos, mi amigo el magnate y yo, dentro del apartamento de Consuelo. Un piso cualquiera, ni sucio ni limpio, pero con un aire enrarecido. Poca luz y una alfombra que daba un olor amargo, como a viejo. Un balcón y el vacío, por si alguien necesitaba suicidarse. Creo que era la alfombra lo que daba el aire enrarecido, más que el balcón, porque allí no había suicidas. Las ninfas de Consuelo estaban durmiendo, parece ser. Sólo una paseaba su aspecto demacrado por la cocina, preparándose un café. Nos sentamos en un sofá gastado, nerviosos. Consuelo nos miró, como aburrida. Tenía unos treinta años, no era guapa ni fea, ni gorda ni flaca, ni grande ni pequeña, no era nada, en realidad. Podría estar sentada en la caja de un supermercado. Nunca se me hubiera ocurrido que era puta. No sé qué esperaba, en realidad, si una comparsa del carnaval de Río. Quizá no tanto, pero aquello no podía ser más vulgar. Alguien (mi amigo o yo, no recuerdo) preguntó si tenían preservativos. Consuelo respondió que no tendríamos tiempo de utilizarlos (todo esto fue un par de años antes del lanzamiento mundial del SIDA). Preguntamos el precio de la “sesión”, para confirmar. Trescientos. ¡¿Qué?, ¿trescientos?! ¡Pero nos dijeron doscientos! Les dijeron mal. Revisamos nuestras carteras, no llegábamos. Mi amigo el magnate no era magnate en esa época, ya se ve. Pues nada, a la puta calle. Salimos desconsolados. La frustración. Jodida Ártemis urbana. Virginal, a fuerza de aburrimiento. Debió ser la hora, la causa del alza de los precios, o nuestras caras de pimpollos, o decir que veníamos de parte de Fabián (él estudiaba en un colegio del Opus Dei y seguro que sus amigos sí podían pagar las alzas repentinas del mercado) ¿Y ahora qué? Bueno, ¿por qué no vamos a la avenida Lara?, ¿no decían que por allí había un burdel? ¿El Ultramarino? Sí. ¿Tienes la dirección? Sí. Mi amigo venía preparado. Había que follar hoy, como fuera.

essaouira: gente




jueves, 16 de agosto de 2007

sin titulo: fragmento

El urbanista de Marrakech sólo tenía una idea en la cabeza: hundir a los turistas en el más vergonzoso estado de desvalimiento. Un plano en laberinto, ninguna señalización, casas idénticas, ausencia de puntos de referencias, todo está preparado para que vayas, siempre, perdido. Se te acerca un chaval que te pregunta a dónde vas. No te preocupes, ya me las arreglo. Te digo cómo llegar, ¿a dónde vas? Voy aquí. El chaval mira la dirección, le pregunta a un hombre sentado en la acera, te dice que te lleva. No gracias, de verdad, ya llego yo. Insiste, dice que solo no podrás llegar. ¿Cuánto me vas a cobrar? Lo que quieras. ¿Cuánto es eso? Diez. No, cinco. Bueno, cinco. Unos diez minutos de laberinto más allá el chaval te dice, es por esta calle detrás de aquella esquina. Le pides que venga contigo, hasta el sitio. Te dice que tiene que irse a trabajar. Insistes. Él responde que se tiene que ir a trabajar, que su jefe lo está esperando. Le das el dinero, sabiendo que te está timando. Llegas a la esquina, cruzas y, por supuesto, no hay nada. El cabrón tampoco sabía dónde está tu dirección. Te acercas y le preguntas a un hombre que está hundido en su negocio, ese no puede salir. Te dice que sigas todo recto y luego gires a la derecha, y mueve la mano izquierda. Muchas gracias. Comienzas a caminar. Se te acerca otro guía espontáneo, te pregunta a dónde vas. Le dices que gracias, que ya llegarás sólo. Te dice que sólo quiere practicar el español. Le dices que gracias, que ya te las arreglas. Insiste. Te detienes, y le dices que prefieres ir solo. Se aleja maldiciéndote en árabe.

El urbanista de Marrakech, Dédalo insigne, previó, hace mil años, esta forma perfecta de redistribuir riquezas. Derrotar a los invasores europeos, sacarles el dinero, haciéndoles entrar, sencillamente, a su laberinto. Convertirlos en seres indefensos, vulnerables, gilipollas, esa es la fórmula. La mejor que hay.

El urbanista de Marrakech era un genio. A su lado, Pedro el Grande era un soberano pedorro.

paris: reflejos




domingo, 12 de agosto de 2007

sin titulo: fragmento

Salimos a buscar el tren por la puerta equivocada. Debemos regresar por donde hemos entrado, pero una turba china viene en sentido contrario. Intento caminar en contradirección, pero está la pared de cuerpos chinos. Aparece un campesino (lo sé por la camisa azul, la que da el gobierno) que usa una carretilla para cortarme el paso. Le pido que me deje pasar, que mi tren está a punto de irse, pero mi voz suena como un chillido de pájaro; de gaviota, para ser exacto. Oigo a mi amigo gritar mi nombre. Me giro. No lo veo. El campesino golpea mis piernas con su carretilla, el hijo de puta. Retrocedo, me muevo a un lado, llego hasta la pared. Se asoma una cara conocida. No sé de quién, pero es conocida. Una pareja avanza haciendo figuras de bailes de salón. La música es un zumbido duro, metálico. No lo veo, pero sé que a mi amigo lo retiene una vieja. Le muerde el talón, el derecho, o el izquierdo, ya no recuerdo. Yo no puedo hacer nada. Él se lo buscó, se le olvidó pedir el depósito que habíamos dejado en el hotel como garantía. Escucho que me llaman por la megafonía de la estación. Es la voz de mi madre. Me pregunto cuándo aprendió a hablar chino, mi madre. Grito, pero nadie me oye. Y entonces alguien dice algo importante. Por lo menos, eso creo entender: mientras más gente te rodee más solo estarás. Tres chinas jóvenes, que también llevan caras conocidas, me piden que las deje pasar. ¿A dónde? Detrás de mí sólo está la pared, nada más. Hago gestos, me giro, para explicarles, y entonces me doy cuenta de que hay un agujero, abajo, en la pared. Me agacho y me asomo. Está mi amigo amarrado a un muñeco de pagoda, de esos con cara de mala leche. Mi amigo, que se parece mucho al muñeco (casi podría decir que es él), recibe azotes de una pandilla de comerciantes callejeros de pescados. Lo sé, porque lo azotan con los pescados. En realidad, los comerciantes son los propios pescados, llenos de ira contra mi amigo. Quizá tiene algo que ver con sus ronquidos, algo así. Intento pasar por el hueco abierto en la pared, para ayudar a mi amigo, para hablar con los comerciantes, para que lo dejen tranquilo. Las tres chinas me retienen, cogiéndome por la cintura del pantalón. Las golpeo con los pies, a lo burro, dando coses. Acabo perdiendo el equilibrio, y caigo sobre mi ex. Estamos follando. O no, me doy cuenta de que no. No está follando conmigo, aunque sea yo quien me mueva, y sienta mi polla dentro de ella, y cubra su cuerpo, y las cosquillas vayan del estómago a los huevos. Sigo moviéndome por instinto. Alguien me hala por los pies y regreso a la turba china, que pasa sobre mí, queriéndome pisar. Cojo un pie y lo muerdo. Pillo el talón. El derecho, o el izquierdo, ya no recuerdo. El dueño del pie me grita. Se sacude, molesto, de mi mordida. Me insulta no sé qué. Y así encuentro la manera de avanzar, a mordiscos. Mientras puedas morder no querrán pisarte. Y es que son muy cívicos los chinos. Otra vez escucho mi nombre en la megafonía…
*
...sigue el chillido nombrándome, en la megafonía. Mi nombre suena a silbido de intestino a la parrilla. Y la veo, allí, entre la turba, a la parrilla. Una señora china sonriente hace gestos con las manos para que me acerque. Atravieso la turba, no sé cómo, y cuando llego, tengo un cuchillo de supervivencia en la mano. El cuchillo es negro y bonito y uno de sus lados es un serrucho. El cuchillo está pringado por una sustancia negra. Parece petróleo, alquitrán. Llego al siguiente cuerpo y le hundo el cuchillo en el estómago. Me doy cuenta de que de aquí viene el pegote. Los cuerpos siguen cayendo, como una llovizna. Levanto la vista. Vienen de arriba de la muralla. Hay una lucha, o un baile, no se ve bien, y cada tanto se viene un cuerpo abajo. Entonces yo me acerco y lo remato. La cosa va bien mientras caen muñecos o animales muertos (casi siempre perros callejeros), pero cuando me encuentro con el cuerpo de una mujer violada, ahorcada por una cuerda que une su cuello a sus pies, no sé qué hacer. Lo primero es el terror pánico. Pero al rato, regreso, no sé para qué. Me siento junto a ella, la miro. Imagino cómo sería cuando estaba viva. Imagino qué se sentiría violarla. Los brazos cogidos por algún colega, las piernas abiertas, a la fuerza, la polla sin saber cómo entrar, con tanto movimiento, y los llantos y las suplicas y todo el pedo... En eso estoy cuando cae otro cuerpo, casi sobre mí...

paris: autorretratos