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miércoles, 31 de diciembre de 2008

paris: tarde






el amor es un producto patrocinado por los fabricantes de condones (continuación)

La maleta que le dejé a mi amor recurrente (para que me la envíe, si me quedo viviendo del otro lado del mundo) tiene: reconstrucciones de la música de Grecia y de Roma antiguas, y los Carmina Burana medievales restaurados (por la espontaneidad pensada y preparada, porque soy un pedante de mierda); las obras completas de Bach (porque Bach es Dios, silbando); la obra religiosa, algunas sinfonías y conciertos, y los lieds de Mozart (porque el resto lo encuentro un poco payaso); la obra completa de piano de Beethoven, y todas las sinfonías, también algunas cosas para orquesta de cámara y los lieds (porque el resto lo encuentro demasiado serio, muy poco payaso); Chopin completo (porque me gustaría haber sido George Sand); los lieds de Schubert completos, y algunas cosas de piano y orquesta de cámara (por la sencillez perfecta y mal trabajada); los lieds de Brahms (porque el resto, de Brahms, me da igual); Debussy completo (porque me refresca el ombligo); Ravel completo (porque me refresca el estómago); obras de Granados, Albéniz, y Falla (porque no me duele España, para nada, y así me refresco los huevos); los lieds de Mahler, y algunas sinfonías (porque lo demás no lo conozco); cosas de Dvorak, Mussorgsky, Borodin (poque los europeos orientales del cambio de siglo estaban iluminados); los lieds de Rimski-Korsacov, Sibelius y Grieg (porque se ponen sinceros, con voz y piano, pero no con lo demás); lieds de Duparc y todo Hugo Wolf (Van Gogh, que canta); casi todo Stravinsky, todo Bartok y Shotakovich, algunas cosas de Kodaly (porque siguen iluminados los de Europa oriental, hasta que los comunistas apagaron la luz); algo de Messiaen (porque es como ser frito en salsa agridulce); mucho de Ligeti y piezas de música contemporánea minimalista (lo poco que queda tras el fin de la música orquestal, asesinada a fuerza de premios autocomplacientes y hermetismo míramelombligo).

paris: tarde





martes, 30 de diciembre de 2008

el amor es un producto patrocinado por los fabricantes de condones (continuación)

Mi amigo no sólo ronca, también hace ruiditos con la boca, como los viejos cuando mascan agua. Lo estoy oyendo con detalle. Tengo toda la noche para hacerlo. El insomnio es así, te pone detallista, iluminado, sublime, poético, gilipollas.
Pero no es necesario el insomnio para reconocer las virtudes sonoras de mi amigo. Un buen farmaceuta también puede hacerlo, de un vistazo. Lo digo por experiencia, nos pasó caminando en Hong Kong. Servía vasitos de té medicinal, el farmaceuta. La mesa llena de vasitos plásticos y el tipo concentrado, como Ganímedes, pero chino y viejo, escanciador. Mi amigo, sin respetar el trabajo ajeno, el esfuerzo, la constancia y la concentración, le preguntó una dirección, al farmaceuta, en inglés, claro, porque no sabe chino, mi amigo. El farmaceuta levantó la cabeza, pausa perra en su llenado de vasitos, y nos miró con todo el odio y el desprecio que una cultura milenaria ha acumulado al ser violada durante siglos por la barbarie Occidental. Algo falló, en la pregunta de mi amigo, creo. Algo hizo mal, algo muy grave, que provocó en el farmaceuta ese rencor tan histórico y, al mismo tiempo, tan vivo. No supimos qué, dónde estuvo la metida de pata. Nos miramos, "¿seguimos?, este carajo como que se arrechó", le dimos las gracias por nada y nos alejamos riéndonos de la expresión, de la ira saltarina. "Coño de su madre… pero coño de su madre", imitaba mi amigo la expresión del chino. Un poco más allá le propuse a mi amigo regresar y repetirlo todo, preguntar la misma pregunta, conmigo detrás, la cámara preparada. Yo insistía en que había que registrar esa expresión. Mi amigo no se decidía, quizá asustado por todas las películas de kung fu, Bruce Lee, y todas esas vainas que hacen ver que los chinos, aunque pequeños, pegan duro. Yo insistía, le decía a mi amigo que era demasiado buena, la expresión, todo ese odio en una sola cara, estaba muy bien. Por fin lo convencí. Regresamos a la esquina de la farmacia. Vi la mesa que daba a la calle. Vi los vasitos llenos de té medicinal. Preparé la cámara. Mi amigo se acercó, expresión de aquí voy, nojoda, hasta la mesa. Yo bajé a la calle, buscando un buen ángulo para la fotografía. Composición y volúmenes y esas cosas. Preparé la cámara. Profundidad de campo y velocidad de obturación. Enfoque. Levanté la vista y no estaba, el farmaceuta xenófobo, antioccidental, antiturista y antiglobalizador. Qué mal. Perdimos la oportunidad. El odio chino escondido. Fuera testimonio. Occidente desprotegido, incauto, frente a la sed de venganza Oriental. Como Casandra, sin pruebas, advertiremos a oídos sordos. Nos darán a todos por el culo irremediablemente, los chinos. Farmaceutas, obreros, astronautas, jardineros de escuela, todos juntos, dándonos por detrás. Son más de mil millones, la cosa dolerá. Y mi amigo y yo sin poder hacer nada, la prueba perdida. Pero pensándolo mejor quizá ya vaya bien. El mundo bajo gobierno chino. El cambio climático, la corrupción, el agotamiento de los recursos naturales, todo hecho una sopa, como ahora, pero peor. Así Occidente alejará, otra vez, las culpas. Fueron ellos, diremos a nuestros nietecitos, cuando ya no quede nada, fueron los chinos, que se lo cargaron todo, que no quisieron respetar al planeta, que les importaba un carajo el dolor animal. Pero para eso todavía falta un rato. Mientras tanto, seguimos nuestro paseo, callejuelas, escaleras, turistas amarillos, no de la piel, sino del pelo, una cerveza demasiado cara en un karaoke demasiado barato, y ahora mi amigo que, además de roncar, hace ruiditos con la boca, como los viejos.

toronto: edificios






el amor es un producto patrocinado por los fabricantes de condones (continuación)

Mi amigo es un tipo cojonudo, pero ronca. Tiene vocación de payaso, pasa el día de cachondeo, no sabe lo que es estar serio, pero ronca. Va inventando pendejadas para hacer reír, se aprende frases en chino para flirtear con las chinitas, pero ronca. Lo conozco desde hace veinte años, es como mi hermano, un poco más, porque su hermandad no es impuesta, sino escogida, pero ronca. Y no es un ronquido cualquiera, el ronroneo clásico de gato enfermo y amplificado que usa la gente normal. El suyo es un ronquido ambicioso, Orfeo del ronquido, siempre inquieto, que busca, tenaz, cada vez mayores alturas: la perfección sonora y expresiva, el ronquido total. Y son las dos y media de la madrugada y no puedo dormir; por eso he estado escribiendo todo el rato en el ordenador de bolsillo. Esta noche mi amigo, los veinte años de hermandad, su buen humor y sus payasadas, tristemente (así somos de pequeños los seres humanos), se anulan bajo sus grandiosos ronquidos. Le daría la patada en el culo ahora mismo, si no tuviera que pagar solo el resto del viaje.

*

En Barcelona, caminando hacia el consulado chino, crucé a un tipo que iba soltando este trozo de conversación en su teléfono móvil: "pones sal, agua y aceite; revuelves; si ves que el aceite se queda debajo, y el agua arriba, pones más sal; si ves que el aceite se va para arriba, pones más agua".
No sé, hay algo en estas frases que me incomoda. Me imagino añadiendo sal y agua y otra vez sal, y más agua, y sal, sin encontrar nunca el equilibrio.
Tendría que haber otra manera de explicar la receta.

domingo, 28 de diciembre de 2008

belgica: autobus





el amor es un producto patrocinado por los fabricantes de condones (continuación)

Mi amigo insiste en que tienen cara de coño de niña, las chinitas. Mi amigo está un poco enfermo. En casa están mucho mejor que en el extranjero, eso sí, las chinitas. Además, responden bien a las miradas. No sé si lo hacen por curiosidad, necesidad económica, ganas de papeles, o lascivia. Uno y cuatro, o dos y tres, supongo. No sé cómo averiguarlo, porque fuera de Hong Kong las chinitas sólo hablan chino, y en Hong Kong no es que miren demasiado. Mi amigo tiene una propuesta, como decían en la escuela, "a saber": hacer gestos obscenos, con la lengua o con las manos. Yo apuesto por los dibujitos, son más universales. Una chinita sonriente y desnuda, en el dibujito, y al lado un sudaquita de mierda, como nosotros, con el pito levantado; todos encerrados en el clásico corazón. Mostrar el dibujito, a ver qué tal, cómo reaccionan las chinitas.
Pero pasa el tiempo y no hacemos nada. Mirar y ser mirados, como niños, inocentes. El vacío en nuestros corazones y el semen acumulándose, creo que en nuestras próstatas.
Mi amigo está bastante enfermo, víctima de los instintos: casi se la casca con un partido de voleibol femenino de la televisión. A cada punto gritaba “¡Coño, qué buenas están! ¡Mira esa, mamita qué culo!”. Y los ojos y la boca, como queriendo tragárselas. Rusia contra Brasil, eso sí; con estos dos equipos, que se ponga así, es casi natural.

*

Hoy en la mañana, en Hong Kong, antes de salir a Cantón, revisé mi correo electrónico. Había enviado un mail masivo de despedida con el trozo de novela que escribí en Barcelona. Encontré más repuestas de las que esperaba. Una antigua novia me dijo que hacía bien acabando mi relación y saliendo de mi letargo: la última vez que nos vimos, en Barcelona, hace unos meses, nos fuimos a su hotel y no pude tener una erección decente; supongo que por eso usó la palabra "letargo". Un crítico literario amigo, que abre una colección de nuevos autores usando un librito mío, me escribió "qué aventura" y me pidió que no desapareciera antes de firmar el contrato editorial: le prometí no desaparecer aunque desaparezca. Un antiguo colega me pidió que pasara por la agencia de publicidad cuando regrese a Barcelona: éste se ve que no leyó el archivo adjunto, le daría pereza, lógico, a mí también. Mi ex me escribió que soy un gran tipo y cosas de estas, útiles para mantener la amistad o sentirse mejor o yo qué sé: supongo que tampoco leyó el anexo. Mi amor recurrente me comentó que poco a poco vuelve a la normalidad, aunque acordándose mucho de nosotros: yo también la extraño y se lo escribo, y así mantengo vivas esta parte de mi vida y de la novela. Por un correo colectivo, y sus secuelas, supe que presentaron una antología donde fui incluido, de una editorial grande. Otro correo colectivo, de mi hermana, reenviaba un texto que alertaba sobre el avance de la dictadura en Venezuela. Curioso, lo de mi hermana, es la única que no dice nada sobre mi despedida, supongo que pasó de leer el correo o, como ya me conoce, sabe que en un rato estaré de vuelta. Que me deje de mamonadas, dirá, ya lo he hecho antes y ya lo volveré a hacer. Que no fastidie; si siempre acabo volviendo, ¿para qué tantas despedidas? Ulises de cuarta, a eso llego. Cuando desaparezca, realmente, ya lo sabe, me iré al culo del mundo sin decir nada. Y entonces, al rato, puede que alguien, uno de los pocos amigos verdaderos, se preguntará en qué habré parado, y como no sabrá dónde averiguarlo, volverá a lo que estaba haciendo, y ya.

sábado, 27 de diciembre de 2008

viernes, 26 de diciembre de 2008

el amor es un producto patrocinado por los fabricantes de condones (continuación)

Dejé el archivo con la novela en Barcelona. No sé por qué, no lo metí en el ordenador de bolsillo. Ahora estoy en Cantón, Guangzhou, con insomnio, después de comer medio kilo de cerdo agridulce mirando a los chinos, alrededor, felices en el restaurante, sin poder ocultar este desliz inmundo, contrarrevolucionario, el de la gula. Piden y tragan, y siguen pidiendo y siguen tragando, hasta que piden y no tragan más. Un baile de comida sobre las mesas, cuando el jefe de familia dice ya no más. Esta comida, la sobrante, es más abundante que la tragada. No sé a dónde va a parar la comida de las mesas. Tampoco quiero saberlo mientras esté en China.
Los comensales no sonríen, ésta es la norma. Se sientan, comen, y hablan un poco, pero no sonríen. Comen como si tal cosa, simulando naturalidad. Como si no pensaran en la cuenta, la que crece, plato a plato. Para muchos de ellos un duro golpe, seguro. Una semana de trabajo despatarrada en el mantel, quizá. Niño, mujer, abuela, y el padre de familia que come y actúa como si no fuera con él, lo del precio, la tontería aquella de pagar. Eso sí, no dejan propina. No vi a un solo chino soltar nada. Las meseras que se jodan, que vivan de su sueldo o que se dediquen a putear en las casas de masaje, antes de venir al restaurante.
Un buen baile, de la cocina a las mesas, de las mesas a la cocina, y de la cocina a las mesas, otra vez. En eso pensaba cuando llegó mi cochino agridulce.

*

Mi amigo y yo nos encontramos en Hong Kong, tal día a tal hora, en un hotel que reservé por internet.
Antes estuve lloriqueando con mi ex, la última noche en Barcelona.
El lloriqueo me vino, no sé por qué, cuando me acerqué al cuarto y vi nuestra cama. Se me salió el llanto, a mocos. Nos echamos y pasamos la noche llorando, abrazados, acariciándonos las cabezas, recordando viajes y proyectos, y cómo todo se fue al carajo, así porque sí, sin que nos diéramos cuenta.
Se supone que eso sirve para terminar bien, sin rabia. Pero no hay que engañarse, el llanto no significa, ni de coña, que ella vaya a pensar en soltar una sola rupia para no dejarme con el culo al aire. Recuerdos y lagrimitas sí, todas las que quieras, pero del dinerín ni hablar, ese no se toca.
Es muy importante saber distinguir una cosa de la otra, tenerlo todo, siempre, absolutamente claro. Nada de confusiones: los sentimientos no compran al dinero; al revés, puede ser.

chartres: reflejos






el amor es un producto patrocinado por los fabricantes de condones (continuación)

Con el ejemplo de Eróstrato podía salir del agujero en el que estaba: robar una obra del museo donde trabajaba y devolverla en un acto ridículo y vistoso, frente a las cámaras de televisión.
Pasaría unos años en la cárcel, claro, pero después podría vivir del cuento el resto de la vida, ser escritor. Y en caso de caer, de nuevo, en el olvido, siempre estaba la opción de ir a otro sitio y repetir. Donde prosperara la prensa amarillista y hubiera cárceles limpias y seguras, con gimnasio y solarium, allí se podía estar bien.

*

Hasta aquí lo escrito en Barcelona, antes del avión.
Desde aquí lo escrito en China, después del avión.

*

En el museo de la ciencia de Barcelona han dedicado casi todo un piso a las formas de la naturaleza. Junto a cada forma proponen artilugios manipulables y objetos dislocados, de origen mineral, vivo o cultural. Sirven para demostrar los principios que hay detrás de las cosas, las fórmulas de las formas.
La espiral empaqueta.
La onda mueve.
El ángulo penetra.
La catenaria aguanta.
La hélice sujeta.
La esfera protege.
El hexágono pavimenta.
Las fractales colonizan el espacio.

ontario: cementerio





el amor es un producto patrocinado por los fabricantes de condones (continuación)

No sé cuántas veces hablamos o nos escribimos desde que ella llegó a Barcelona. Creo que no muchas. Por una parte las cartas tardaban demasiado en llegar y el teléfono de larga distancia, en esa época, era escandalosamente caro; y por la otra parte mi amor recurrente comenzó una nueva vida, independiente, con ganas de disfrutar de su nueva libertad.
Por mi lado, la relación con mi ex avanzaba bien, y yo me estaba acostumbrando a pensar en la opción de la monogamia, porque ya había tenido demasiado jaleo con tres relaciones simultáneas.
Poco después conseguí el mismo crédito de estudios para estudiar en el extranjero. Tenía que decidir si irme solo o acompañado. Me sentía bien con mi ex y decidimos casarnos. Intenté primero ir a París pero por un error del correo privado nunca supe si me aceptaron o no en las universidades a las que postulé. Pensé entonces en Barcelona. Conocía la ciudad por un viaje largo que había hecho por Europa y me había gustado tanto que me quedé un mes completo. Entonces contacté a mi amor recurrente y le pedí ayuda con el papeleo, porque se acababan mis plazos con la fundación que otorgaba el crédito de estudios y yo estaba obsesionado con vivir en Europa desde hacía años.

*

Experimento: relacionar olores con templos (humedad vieja para las iglesias; alfombra polvorienta para las mezquitas; madera carcomida para las sinagogas; mierda de murciélago para los hinduistas; incienso barato para los budistas; pintura fresca para las pagodas; comida podrida para los animistas; orina rancia para los paganos).
Con este experimento se demuestra que los dioses pueden ser invisibles, pero no inodoros. Se demuestra, también, que para ser un fervoroso creyente es mejor no tener muy buen olfato.

*

Listo, ya presenté al personaje, ha acabado la primera parte de la receta para fabricar novelitas. Se supone que con lo dicho se puede entender por qué el tipo va a hacer lo que hace en lo que queda de libro. Ahora, según la receta, en esta segunda parte, toca introducir la situación que da origen al conflicto. Aquí va:
Se supone que el protagonista de la novelita, en sus largas horas de vigilante de museo, se acordó de una historia que leyó cuando era niño. La historia tenía que ver con unos tipos que no sabían morir y desaparecer así, sin más, sin pena ni gloria, como todo el mundo. Lo curioso es que esa perversión, esa egolatría enfermiza, tenía contagiada a la civilización completa. Bueno, al pequeño porcentaje de la población con recursos para estas enfermedades, porque la mayoría (los proletarios y las mujeres), ya estaban bastante ocupados con los trabajos y los días. Los ególatras se montaron historias para creer que había algunas cosas tan importantes que servirían para que nadie los olvidara: los campos de batalla, el foro público, las instalaciones deportivas, los escenarios teatrales, las academias y las galerías de arte se llenaron de ególatras. Un poco como ahora, pero de otra manera, porque no era dinero, sino gloria, lo que les interesaba. La competencia era dura y casi todos desaparecieron sin que nadie lo notara.
Pero un personaje descubrió una fórmula simple, rápida y efectiva, de pasar a la historia sin intermediarios: entró a un edificio pomposo que había hecho construir un antiguo tirano y lo incendió.
No sabemos qué pasó con el tipo, seguramente lo mataron después de torturarlo; pero nos llegó, eso sí, la noticia de una sentencia: bajo pena de muerte se prohibió pronunciar o registrar su nombre, para impedir que quedara inmortalizado, como él quería.
Eróstrato, el personaje se llamaba Eróstrato, lo sabemos más de dos mil años después. Fue imposible impedir que su gesto, junto a su nombre, pasara de boca en boca. Y de las bocas, al papel.
En cambio, ya olvidamos a la gran mayoría de los genocidas de los campos de batalla, de los corruptos personajes de la política, de los lerdos vencedores de las competencias deportivas, de los afeminados hombres de teatro, de los fanfarrones que viven de la pedantería, y de los rústicos picapedreros que se dedicaron a terminar unos muñecos de piedra que, ahora mismo, están hechos polvo o han desaparecido bajo la tierra.

ontario: cementerio




domingo, 21 de diciembre de 2008

el amor es un producto patrocinado por los fabricantes de condones (continuación)

Experimento: se dispone a sentarse y se encuentra unas gafas de sol, marca Ray-Ban, clásicas, en perfecto estado; alguien que las encontró en el suelo y las puso allí, por si el dueño volvía. Se limpian las gafas y se cuelgan al cuello, a la vista, por si el dueño vuelve. Poco a poco va ganando la sudaquería, hasta que se cambia de asiento y se guardan las gafas en un bolsillo. Se huele que hoy será un día de suerte. Una hora después, se llega al pueblo donde comienza la caminata hacia los molinos medievales. Se necesita información para llegar, porque no se sabe cómo. Se encuentra la oficina de turismo cerrada, hasta las dos. Para hacer tiempo, se persigue un cartel que apunta a una iglesia del siglo XIII. Se camina de espaldas al sol y se saborea a Billie Holiday. Se huele el pino de los bosques, el azul del cielo, escaso desde hace días. Se pasea entre mansiones del siglo XIX, neogóticas de estilo. Se da la media vuelta, porque la iglesia no aparece, para perseguir al cartel que promete un castillo, mientras se hace tiempo. Se camina con el sol de frente, se huele, con gusto, la luz de otoño. Se persigue el cartel del castillo diez, veinte, treinta minutos, mientras se sigue saboreando a Billie Holiday. Se llega al pueblo vecino y, contra toda lógica (ya la oficina de turismo debe haber abierto), se sigue adelante, persiguiendo el cartel. Se atraviesa una avenida larga y arbolada, se piensa en regresar en autobús. Se llega al pueblo vecino. Se entra a un pequeño restaurante familiar, de esos que sólo hay uno, recomendado ostentosamente por la Guía del Routard en el medio de la acera. Se ocupa una silla. Se hace el pedido. Se cruzan pequeñas miradas y comentarios con los ocupantes amistosos de una mesa vecina. Se saborea un terrine (ese paté granuloso difícil de untar) como no se consigue en París a un precio decente. Se disfruta del vino y el resto de la comida. Se encuentra que abundan las copias cutres de un pintor machacado a destiempo por el merchandaise. Se pregunta la razón a los vecinos de mesa que comienzan una conversación encantados. Se huele la hospitalidad desesperada. Se piensa que esta gente se aburre, y les va perfectamente pasar la tarde con un tipo que trae noticias frescas del mundo exterior. Se agradece, de todos modos, aunque se ignoran cordialmente las invitaciones para quedarse a tomar con ellos un café y revisar lo que internet dice sobre el pueblo. Se saca la información necesaria y se pide la cuenta. Se paga, dieciocho en vez de doce cincuenta, se huele la avaricia de la dueña, se le deja el cambio como propina y se sale saludando sonriente a los de la mesa hospitalaria. Se colocan los audífonos para continuar saboreando a Billie Holiday. Se mira un panel a la vuelta de la esquina. Se pregunta a una mujer joven que pasea con su niño cómo llegar al cementerio. En el camino, se disfruta de una reproducción metálica de una pintura de la iglesia, en el mismo punto en que se pintó. Se llega al cementerio. Se pregunta a una vieja por las tumbas. Se camina y se encuentran, cubiertas por la hiedra. Se suspira feliz, una exaltación calma, agradeciendo al noazar por todas las casualidades que llegaron hasta aquí, nubes doradas y cielo con sol lejano incluidos. Se descubre que no huele a nada, la hiedra, ni las flores secas, ni siquiera los insectos que suben y bajan, volando, mecánicos, sobre la tumba de Theodore Van Gogh. Nada, están allí los dos hermanos, y no huele a nada. Seguramente es así también, del otro lado, aunque el de la izquierda haya dicho que la tristeza durará para siempre.

*

Se continúa persiguiendo al castillo, como un agrónomo desubicado. Se entra a una oficina de turismo atravesada en una callejuela. Se huele que las viejitas informantes están allí para no aburrirse. Se espera que, en cualquier momento, saquen su único ojo, ese que comparten mientras deciden qué hacer con la vida de los turistas. Se les compra un paquete de cartulinas con rutas a pie por la zona. Se agradece un mapa que propone perseguir reproducciones de pinturas impresionistas, in situ. Se desciende de un número a otro, mientras oscurece, lentamente. Se camina con un sabor fresco en la boca. En algún punto, mirando dos viejas casas aún paradas como las pintó Van Gogh, se saborea la felicidad, la buena, esa que sella los días que saldrán de repente a la conciencia, en el medio de un almuerzo, parado en la calle, después de follar, cuando menos se espera. Más adelante, una venta de vestidos horribles, incluyendo uno de novia, incrustados dentro de la montaña en una especie de cueva escaparate, el salto surreal que acaba de atrapar la memoria de la caminata. Muchos pasos más allá, después de una docena de reproducciones, y justo cuando acaba el sexto y último disco de Billie Holiday, se llega a una ciudad más bien anónima, de esas clásicas de la Francia profunda: siete iglesias antiguas, trozos de murallas, un castillo, ocho torres, tres paseos comerciales, un par de buenas vistas sobre el río, lo de siempre, que hoy se deja pasar, porque es de noche, y porque se sigue hasta la estación de tren.
En el tren, de vuelta, mientras la felicidad pone todavía la sonrisa en la cara, una negra se sienta al lado. Llega su olor y, por un momento, se abandonan tren y civilización, al mismo tiempo. Entonces viene esa hambre muda que aprieta el estómago, las ganas de perderse y desaparecer, no se sabe por qué, en el interior de África, como ya se ha hecho, a medias.
Con este experimento se demuestra que, con un poco de buen gusto, se puede explotar un tipo de turismo que no atrae prácticamente a nadie, pero queda bien. Se demuestra también que el gusto y el olfato son el sentido mejor guardado en las tripas, demostrando la persistencia genética de las madres cuadrúpedas que, hace años, parieron a nuestras madres bípedas, hasta que se demuestre lo contrario.

chartres: fabrica





el amor es un producto patrocinado por los fabricantes de condones (continuación)

Pasamos una etapa donde, lo que más recuerdo, es la sensación de incertidumbre y provisionalidad. Nos encontrábamos casi cada semana y nos enconchábamos en un hotelito poco respetable de una zona que, de noche, se llenaba de traficantes de droga y de putas (en realidad, de noche, eso pasa en toda Caracas, creo). Seguíamos hablando y follando mucho, como siempre, y sólo salíamos para buscar comida, como siempre, pero sabíamos que todo terminaría pronto, cuando ella acabara los trámites y se fuera del país.
Alguna vez vino a mi ciudad y conoció a mi familia. Se quedó en casa unos días. Estábamos bien, pero como descentrados.
Por esa época, creo, comencé a salir con mi ex.

*

Experimento: recoger las sensaciones táctiles de un polvo.
Con este experimento se demuestra que una sensación vale más que (contar) cantidad de palabras. No se demuestra nada más.

*

Experimento: se estampa la boca contra el volante metálico recubierto de plástico a la velocidad de sesenta kilómetros por hora, aproximadamente. Se abre un canal desde el exterior del labio superior hasta el interior del paladar. Se desprenden astillas de dientes y muelas, y se aflojan algunas piezas dentales. Se sangra de forma abundante. Se escupen sangre y astillas de dientes y muelas. Se siente una presión extraña en la zona, pero no precisamente dolor. Se espera un rato, entre una cosa y otra. Se escupe en un envase plástico, mientras se prepara la sala de operaciones. Se abre la boca y se recibe una gasa que facilitará el trabajo del especialista, absorbiendo la sangre. Se estremece el cuerpo de dolor con la aguja que inyecta la anestesia primero en el interior del labio, luego en la encía, y finalmente en el paladar. Se acelera el pulso. Se humedecen los ojos de lágrimas mientras la herida del labio es cosida. Se escupe en un envase plástico, periódicamente. Se salta de dolor cuando una aguja con forma de anzuelo cose la herida de la encía. Se aprietan los puños cuando se recibe una nueva dosis de anestesia. Se siguen irrigando los ojos abundantemente. Se siente con precisión la entrada de la aguja con forma de anzuelo por delante y su salida por detrás de la encía, sobre los dientes. Se siente que la anestesia no sirve para nada. Se salta de dolor, de vez en cuando. Se escucha al traumatólogo decir "tranquilo, tranquilo, que ya falta poco". Se siente el hilo corriendo de un lado a otro de la encía, sobre los dientes.
Con este experimento se demuestra que una sensación vale más que doscientas ochenta y dos palabras. No se demuestra nada más.

*

Mi amor recurrente se fue a Barcelona y yo me quedé con mi vida de abogado interno de una transnacional británica, novia violonchelista (mi ex), club de tenis, publicaciones literarias, maestrías de derecho internacional y literatura, clases de francés e italiano, fiestas en casas con piscina, etc.

sábado, 20 de diciembre de 2008

un buen blog

Un buen amigo ha abierto con el diario La Vanguardia un espacio en formato blog, aquí habla de lucha libre mexicana made in Catalunya, o casi; el espacio es:

www.lavanguardia.es/blog/doblan-esquinas/index.html

nueva york: gente