WORK IN PROGRESS

sábado, 31 de marzo de 2007

cuento

La enciendo, salgo del garaje, cierro la reja, me voy calle abajo, salgo de la urbanización, sigo sobre la avenida Navas Espínola, cruzo la Cedeño, entro al estacionamiento, la apago. «¿Señor, le pulo la moto?». «No gracias». El carajito y su pregunta y mi respuesta, cada vez que me estaciono aquí.
Caminando, adelante, en la misma acera, viene una pareja de gorditos. Ella se balancea y camina. Él sólo camina. Antes de cruzarnos, encuentro que ella lleva las manos y los pies torcidos hacia adentro, tiene las articulaciones dañadas. Pobre gordita, debe ser la mierda tener una enfermedad así, tan autopromocionada.
Adelante, en la misma acera, un limpiabotas está caminando igual. Al cruzarnos, encuentro las mismas articulaciones y deformidades. Está chueco también. ¿Cómo se puede limpiar botas con esas manos? Y si el trabajo queda mal, ¿la gente no dice nada?, ¿o él puede hacer que los zapatos brillen de verdad, aunque tenga las manos jodidas?
En la plaza, Bolívar señala la miseria que dejó al frente. Hay viejitos que se sientan inmóviles exprimiendo el poco tiempo que les queda de vida. Hay estudiantes de bachillerato que intentan todas las frases gastadas para llevar a sus noviecitas del liceo al hotel. Hay evangélicos que gritan «¡Arrepiéntete que Dios está por venir! ¡Gloria a Dios alabado sea!». Hay tipos que se paran a probar, entre todas las caras del ocio imbécil, la que mejor les queda. Hay carteristas, arrebatones, atracadores; choritos varios y vendedores de droga que mejoran el paisaje; y completan el cuadro las maestras que luchan contra los niños de sus escuelas sacados a conocer mundo; pero las maestras son pocas y los niños, en cambio, son cada vez más…
Paso al lado de Bolívar y le sonrío por la patria alcanzada; encuentro, también, que dos carajitos chuecos caminan a mi lado.
¿Por qué el centro está siempre lleno de gente jodida, de locos y de ese tipo con elefantiasis que se sienta en la acera levantándose el pantalón para mostrar la pierna hinchada como una columna llena de cáscaras; y al lado de su pierna el cartelito diciendo lo evidente: que está jodido y no puede trabajar y necesito dinero para comprar medicinas y para comer y que Dios se lo pague? También piden los mochos y los que tienen las manos chiquitas por la poliomelitis, piden los que enseñan las ronchas y las indias con sus hijos colgantes, piden los mendigos alcoholizados y los estudiantes de bachillerato que quieren pagar el autobús para volver a sus casas de lata y cartón, piden los de la cajita plástica que dice «Lucha contra el cáncer» o los de la Cruz Roja, piden todos y piden otros más. En el centro piden todos y cada uno y, sin embargo, nadie da ni consigue nada, lo que no impide que sigan aquí, todos pidiendo, todos tratando de encontrar no sé qué alegoría.

Es raro, pero los chuecos de hoy tienen todos del mismo mal: las articulaciones torcidas. Están parados o caminan balanceándose.
Entro a la calle que lleva a la Facultad de Derecho. Paso entre un grupo que ocupa la acera, un grupo de chuecos, también.
¿Se ha soltado una epidemia de meningitis? ¿Han organizado un paseo desde el hospital? ¿Por qué hay tantos hoy con las articulaciones dañadas? Otros días he visto ciegos ofreciendo rifas, drogadictos vendiendo bolsas de basura y oligofrénicos tratando de argumentar en favor de sus bolsillos, pero nunca había visto juntos a tantos chuecos como hoy. Joder, no sé, no tengo respuesta.

Un par de calles antes de la Universidad casi toda la gente que encuentro tiene las articulaciones torcidas. Comienzo a dudar de mi normalidad y me detengo, muevo atrás y adelante los pies y las manos, estiro los dedos y, por el golpe, me doy cuenta de que he tropezado con una vieja, chueca también. «¡Perdone señora, perdón!». La anciana no dice nada y comienzo a caminar. Pero siento que ella me está siguiendo…
Frente a la puerta de la Universidad me acerco a un grupo de mujeres. «Disculpen ¿dónde hay un teléfono monedero?», les pregunto. Me miran como si no entendieran «¿Dónde hay un teléfono monedero?», vuelvo a preguntar.
Alguna que está a mi lado se mueve hacia atrás y luego ¡coño me escupe, la hija de puta me escupe! Salto pero siento la saliva en la mano derecha y me limpio automático con la pierna del pantalón y digo «Hija de puta» y me queda la sorpresa. Al frente, la viejita se acerca apurada, según sus posibilidades, y viene acompañada por dos policías.
Me he apartado del grupo de mujeres y ahora siento que los agentes quieren agarrarme… ¿por atropellar a la vieja?, ¿no oyó mis disculpas?
Me repugnan los funcionarios públicos así que corro por el bulevar que separa a la Universidad del Teatro Municipal y, al final, me volteo… veo a los policías tratando de alcanzarme, pero son chuecos, como todos los demás. Me divierto mirándolos y con un hombro me apoyo de la pared; enciendo un cigarrillo y grito:
—¡Apúrense hijos de puta que todavía les falta! —riéndome.
Los policías tratan de correr pero las articulaciones no los dejan, se mueven en una mezcla de arrastrarse y salto.
—¡Muévanse cabezas de mierda, policías del coño, niches del carajo! —sigo gritándoles y riéndome, pero ellos ahora no se mueven.
Sigo con mis carcajadas hasta que, no puedo explicarlo, encuentro que quienes me han estado siguiendo no son sino un par de perros callejeros, un par de cabrones perros callejeros cojos, enanos, negros y sarnosos… ahora están parados uno a cada lado de mi cuerpo… olfateando mis piernas, mis manos… mis articulaciones… nerviosos, con ganas de mordisco.
Uno ha apresado mi dedo con sus dientes, no me quiere soltar. El otro, apoya sus dos patas delanteras en mi pecho, y con un ruido que parece más un gemido, me dice:
—Muchas gracias.

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