El viaje hasta la ciudad con tren junto a los chavales chinos. Afuera, paisajes de acuarela, sembradíos de arroz, casas de barro, enormes montañas, nieve, ríos, puentes, lagos artificiales, pueblos de cemento, maquinaria agrícola, industrias, la ciudad, seis horas. En la ciudad con tren los chavales se lo montaron para secuestrarnos. Nos pidieron que dejáramos las maletas en su hotel, para luego ir a comprar los billetes de tren. En la habitación, cuando estábamos con ellos, me sentí de vuelta a mi juventud, cuando mis amigos eran hijos de papá que vivían en casas con piscina. No sé, la gestualidad, ese dejar estar, sin preocupaciones, típico de quienes nunca han pasado trabajo. En la estación, ofreciéndose como traductores, nos hicieron creer que el tren a Xian estaba lleno. Volvieron a ofrecernos una de sus habitaciones, en el hotel. Era un hotel cuatro estrellas, y a mí me daba dolor de bolsillo. Insistí en que podíamos buscar un hotel más barato. Ellos repitieron que no nos preocupáramos, que ya el hotel estaba pagado. Yo no entendía bien, pero me dejé llevar. Esa noche nos invitaron a cenar en el propio hotel. Un menú de lujo, chino, en un apartado exclusivo para nosotros, con dos chicas a nuestro servicio, paradas, decididas a no dejarnos hacer nada. Mi amigo seguía con sus payasadas, en la cena, y ellos con sus risas. Nos convencieron para ir, al día siguiente, hasta Chendú, su ciudad. Cuando intenté pagar nuestra parte de la cena la chica dijo que no, que ella se encargaba. Yo seguía sin entender pero qué carajo, eran chavales, se reían con nosotros, se interesaban en nuestras historias, y no inspiraban ningún mal rollo. La vi firmar un papel con la cuenta de la cena. Me sentía raro, pero agradecido. Después de la cena nos fuimos a dormir. Ocupamos el cuarto que antes era de su amigo y él se fue a la habitación con la pareja. Al día siguiente no recuerdo lo que hicimos hasta la tarde, no tenía nada especial, creo, la ciudad del tren.
Después de negociar con los pasajeros originales, consiguieron que compartiéramos el coche cama con ellos. Estábamos los cinco y una chica de unos treinta años, proletaria. Como se esperaba, a mi amigo le dio por hacerse el galán. La proletaria no hablaba inglés, así que nuestros nuevos amigos, los oligarcas, servían de traductores, soltando las carcajadas. El cortejo de mi amigo avanzaba con el tren. Primero fue preguntarle las típicas payasadas, el nombre, de dónde era, repetir frases en chino, etc. Pero a medianoche ya le estaba diciendo que estaba enamorado, y la chica sin saber qué hacer. La situación era un poco extraña, porque nuestros colegas estaban disfrutando con olor a sorna y desprecio hacia la proletaria. Cuando subí a dormir, en mi litera, después de jugar a las cartas con los oligarcas, mi amigo repetía, entre susurros, el nombre de la proletaria, y decía mi amor en chino, algo así, parece que le tenía cogida la mano. En la oscuridad del tren, entre los susurros de mi amigo y las respuestas de la chica, de vez en cuando estallaba una carcajada oligarca.
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