WORK IN PROGRESS

sábado, 18 de agosto de 2007

sin titulo: fragmento

De Guilin al destino son cuarenta kilómetros. A pie, siguiendo el río. Junto a las montañas de cal, las de las acuarelas chinas. Pasada media hora, aparecen casas y barcas. Con motor o de bambú, las barcas. De bloque, las casas, y con electricidad. Esperan a los turistas que no llegan. La temporada es mala. Cuarenta kilómetros es mucho, para caminar en un solo día, es el razonamiento. Se negocia el precio para descender diez kilómetros. La barca, hecha para cuarenta pasajeros, sólo lleva dos. Pequeñas algas, el ruido del motor, la brisa fresca, el cielo claro, las montañas y sus formas, gigantes, cortadas, oníricas. En esos momentos se piensa que la vida es dura, pero sólo para los demás. El barquero, buen hombre, deja al pasaje a mitad de camino. Dice: “es por allí, caminen en esa dirección”.

Descarga y se va. Una plantación de arroz. Una casucha. Un campesino. El nombre del pueblo que prometió el barquero. El campesino no entiende la pronunciación sudaca del cantonés. No hay forma de comunicarse. Después de muchos intentos, acaba por comprender. Con gestos, dice que el pueblo está lejos. Señala un camino, entre los huertos. Atravesar los huertos y el camino que se hace cada vez más herboso, hasta desaparecer. Nada, al carajo, no hay por dónde seguir. Otra vez al campesino. Ahora el tipo camina adelante. Al rato aparece una carretera de tierra. La propina. El campesino, riendo, hace como que no la quiere aceptar. Se insiste. El campesino la coge, está contento.

La carretera de tierra sube. Mejora el paisaje. La vista sobre el río, los barcos remontando o descendiendo, lentamente. Cinco kilómetros de camino, así. A veces, a la derecha, hay huertos y letrinas abiertas al caminante. La mierda cae en un charco que fertiliza el campo, qué bien. Como para meter las lechugas directo en la ensalada. Por fin, el pueblo a donde prometió llegar el barquero con vocación de taxista, el mamón. Se aparece el río. No hay puentes, no hay forma de cruzar. Una mujer ofrece su barca. Un precio absurdo. Europa cambiando de orilla sobre un toro chino y avaro. Al carajo con la mujer, que insiste. No, no, gracias. Se pega a insistir. Mientras tanto, con la china atrás, preguntar cómo seguir el camino a todo lo que se mueve. El chofer de un autobús dice que él va. Arriba del autobús, el río se aleja. Se muestra el mapa a una pasajera. La mujer dice que no, con gestos, que con este autobús se llega, pero no por el río, sino por el interior, recorriendo con un dedo el mapa. Huevos. Detener el autobús. Caminar de vuelta. ¿Y ahora qué? Aparecen otros turistas, por pura casualidad. Se les pregunta. Explican. La salvación: un servicio de barcas que cruzan el río, controlado por el gobierno. Carontes estatal, óbolos maoístas con sonrisita, la cara de abuela del Gran ñoño. Boletos impresos a color, cutres pero serios. Salvados. Se puede pasar sin ser mordidos por las pirañas, pirañas que sólo comen turistas, pirañas de cabezas humanas, de ojos agachados.

*

Creo que comencé lo de Consuelo, pero no acabé. La dejé abriéndonos la puerta, a mi amigo y a mí, después de meter a Fabián en la historia. El hecho es que allí estábamos, mi amigo el magnate y yo, dentro del apartamento de Consuelo. Un piso cualquiera, ni sucio ni limpio, pero con un aire enrarecido. Poca luz y una alfombra que daba un olor amargo, como a viejo. Un balcón y el vacío, por si alguien necesitaba suicidarse. Creo que era la alfombra lo que daba el aire enrarecido, más que el balcón, porque allí no había suicidas. Las ninfas de Consuelo estaban durmiendo, parece ser. Sólo una paseaba su aspecto demacrado por la cocina, preparándose un café. Nos sentamos en un sofá gastado, nerviosos. Consuelo nos miró, como aburrida. Tenía unos treinta años, no era guapa ni fea, ni gorda ni flaca, ni grande ni pequeña, no era nada, en realidad. Podría estar sentada en la caja de un supermercado. Nunca se me hubiera ocurrido que era puta. No sé qué esperaba, en realidad, si una comparsa del carnaval de Río. Quizá no tanto, pero aquello no podía ser más vulgar. Alguien (mi amigo o yo, no recuerdo) preguntó si tenían preservativos. Consuelo respondió que no tendríamos tiempo de utilizarlos (todo esto fue un par de años antes del lanzamiento mundial del SIDA). Preguntamos el precio de la “sesión”, para confirmar. Trescientos. ¡¿Qué?, ¿trescientos?! ¡Pero nos dijeron doscientos! Les dijeron mal. Revisamos nuestras carteras, no llegábamos. Mi amigo el magnate no era magnate en esa época, ya se ve. Pues nada, a la puta calle. Salimos desconsolados. La frustración. Jodida Ártemis urbana. Virginal, a fuerza de aburrimiento. Debió ser la hora, la causa del alza de los precios, o nuestras caras de pimpollos, o decir que veníamos de parte de Fabián (él estudiaba en un colegio del Opus Dei y seguro que sus amigos sí podían pagar las alzas repentinas del mercado) ¿Y ahora qué? Bueno, ¿por qué no vamos a la avenida Lara?, ¿no decían que por allí había un burdel? ¿El Ultramarino? Sí. ¿Tienes la dirección? Sí. Mi amigo venía preparado. Había que follar hoy, como fuera.

No hay comentarios: