Acabé girando las cosas. Primero convencí a mi hermana para intercambiar vehículos. Ella tenía una camioneta vieja, blanca, conocida como la ambulancia. "Por lo menos es exótica", pensé.
Después, tuve un accidente que dejó a la ambulancia en el desguace, que en la jungla se llama chivera, como si en vez de carros reventados los desguaces guardaran manadas de caprinos.
Un accidente tonto: había llovido; salí en dirección a la casa de una amiga por la que estaba obsesionado; iba por el canal rápido de la autopista; del otro lado alguien pisó un charco de lluvia; el charco saltó para ensuciarme la ropa, porque llevaba la ventanilla abierta. Traté de evitar el charco y, como no tenía práctica conduciendo, perdí el control. Pasé los peores segundos de mi vida tratando de no desbarrancarme por la derecha de la autopista y acabé chocando contra la isla de concreto a la izquierda. Tuve suerte. Pude ver por el retrovisor el camión pequeño que me golpearía el culo y me acosté sobre el asiento vecino. Recibí el golpe con los brazos tapándome la cara.
Salí de la ambulancia escupiendo sangre y trocitos de dientes.
*
Al final tiene que ver, sobre todo, con un tema económico. Por un lado, el coste de oportunidad, qué hacer con el tiempo que te toca, lo que consigues por dedicarte a unas cosas y no a otras, en un plazo dado, el que te corresponde hasta palmarla, ese que no sabes cuál es, que apenas imaginas cuánto. Y por el otro lado, y como una continuación de lo anterior, el problema de la falta de datos sobre el comportamiento de los mercados de vidas posibles.
Te ves obligado a tomar decisiones, racional o irracionalmente, bajo la sombra de estas dos variables, con una falta de información que puede provocar terror o euforia, según se mire. La mayoría opta por continuar la situación heredada, dejarse llevar, aprovechar la inercia. Algún retoque, de vez en cuando, pero poca cosa más. No interesa que la herencia sea opaca, lo importante es no calentarse la cabeza trabajando sobre incertidumbres, asumiendo riesgos sin garantías, invirtiendo sin conocer el posible retorno. Presión del medio y miedo al cambio. Es lo que hay y te jodes, no rebusques. Mejor malo conocido que bueno por conocer, hijo de gato caza ratón, a caballo regalado no se le mira el colmillo, o tanto se rasca la cabra que se daña, no sé, refranes de estos. Después, pasados los años, ya sólo queda el lamento, echarle la culpa a la vida, al destino, a los padres, el gobierno, las Parcas, la mujer, Dios, los hijos, el cigarrillo, la hipoteca, el jefe, el vecino, la amante, el perro, el hijo del dueño, el aseo urbano, el amante, la suerte, el puto destino, yo qué sé. Echarle la culpa a quien sea, pero nunca pensar en el miedo frente a la ruptura y el cambio.
La otra opción, efectivamente, es la de invertir en un mercado a futuro sobre bienes que se negocian fuera de los mecanismos tradicionales: el devenir, la esperanza de vida, lo que puede pasar. Meter el capital en una empresa que aún no abre sus puertas y que no ha decidido con qué negociará. Si se tiene suerte, se puede trabajar sobre expectativas ilusorias, ficticias, y así suponer que se va hacia algún lado.
Curiosamente, ambas alternativas, en realidad, se solapan. La inercia parte de la idea de que no habrá cambios, o de que serán paulatinos y se encontrará el modo de adaptarse; esto es, casi siempre, falso. La ruptura se levanta sobre una certeza: uno es lo que es, no importa cuál sea el escenario (y a Sartre, que le den).
WORK IN PROGRESS
domingo, 23 de noviembre de 2008
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