Y aquí vuelve el turno, no sé por qué, de la novelita del robo con allanamiento, ¡oh hermanos, amigos!
Nuestro héroe, el disminuido, pasó su jornada laboral pensando en el robo, como es natural, intentando descubrir qué haría, ahora, con los lienzos robados.
Eso decía la novelita y, la verdad, me importa un carajo. Si pasaba o no pasaba las horas pensando en el robo, en los tres días que trabajé en el museo, no es pedo de esta novela, o sí, no me importa. Por supuesto que la idea del robo era buena, así como la he descrito, y además perfectamente practicable pero, ¿de dónde sacar los cojones para entrar, de verdad, por aquella ventana, en la madrugada? Difícil, claro, porque aunque te hagas el duro, el independiente, el puede con todo, siempre están las referencias familiares amenazándote por la espalda. Hablo de tu madre, sobre todo. ¿Cómo le ibas a explicar que te has hecho meter preso, a propósito, para hacerte famoso, porque no veías otra forma de salir del agujero proletario en el que te habías hundido? Jodido. Muy jodido, jodidísimo. Y entonces, aunque te pasaras el día raskolnikoveando, una mierda, todo se quedaba en fantasías e imaginaciones, en darle vueltas a la cabeza para pasar el rato, preguntándote dónde estaban los lienzos robados, o los originales, si en el sótano del museo, si en las casas de los altos funcionarios, o si, en realidad, más bien, todo era un simpático timo, un gran negocio montado por unos cuantos pilluelos brillantes.
Supongamos, ¡oh atentos lectores!, que el actor, perdón, el autor, el artista, ese tipo que creemos genial, superdotado, es una fabricación de los peces gordos del mercado del arte. Así como los grupos de música pop, pero en la pintura. El pez gordo, el inversionista, patrocina la carrera de un pintorcillo cualquiera con aires de original moviendo los hilos del negocio: galerías, medios de comunicación, jurados y críticos de arte. El pintorcillo, tras el salto a la fama, se tira de cabezas a la autodestrucción, lógicamente, porque eso, se supone, es darse la gran vida. El inversionista, que ya lo había previsto y, de hecho, es lo que esperaba, tiene a un equipo de copistas trabajando en los nuevos originales del pintorcillo destrozado. El inversionista va inyectando las nuevas copias en el mercado con prudencia, para mantener los precios inflados. Sólo en la última fase del negocio (que puede dar beneficios durante muchos años), cuando el pintorcillo pase a mejor vida, se descubre un número insospechado de originales en las casas de familiares y amigos del artista, cómplices, todos, del trabajo subterráneo del inversionista.
A estas alturas, digo, nadie puede creer que un tipo aislado convenza al mundo de su propia genialidad. Si no está el inversionista detrás no hay nada, seguro. Y el inversionista, que no es tonto, no va a dejar su negocio en manos de un drogadicto o, como mínimo, un borracho. Nada, imposible. Porque está claro que, apenas pueda, el pintorcillo comenzará a producir obras a troche y moche para pagarse su vida cada vez más desfachatada. No, el inversionista estará allí para cuidarlo, impidiéndole crear, financiándole una vida imbécil, autodestructiva y parasitaria. Porque el negocio, ya se sabe, es controlar la curva de la oferta y la demanda, regular el precio, manejar el mercado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario