WORK IN PROGRESS

miércoles, 23 de julio de 2008

sin titulo: fragmento

Notas:
Que el narrador encuentre, en un viaje a África, colgado de una pared en el techo casi vacío de unos pescadores de tiburones estacionales, un lienzo al estilo de y firmado por Picasso. Extrañado por la gracia, le pregunta a los pescadores cómo llego esa pintura allí. Los pescadores le cuentan de un tipo que estuvo con ellos el año anterior, hasta que se lo llevaron a un hospital porque deliraba de fiebre y tenía una diarrea bestia; que en el hospital el tipo murió. Días después, un poco por azar, uno de los pescadores recuerda que además del cuadro el muerto dejó un cuaderno escrito. El cuaderno es la novelita del robo con allanamiento que está en este librito, claro. Se supone que el Picasso es original y toda la pollada.

Buscar Duane Michals.

Revisar el capítulo de China, anexar no sé qué para aligerarlo.
*
Pues eso, el hotel revuelto, por la pendejada de arriba y otra que colgué después en el blog.
La segunda pendejada hablaba de mis relaciones con algunos colegas; de lo fácil que me gano el odio de ciertas personas, por Momo.
Por un lado, el odio de las mujeres neuróticas, desde siempre, que les despierto el yo qué sé. Un odio sincero, que nace en el corazón. Estoy seguro de que me tirarían piedras en la calle, si pudieran, y entonces yo tendría que correr.
Y por el otro lado el odio de los tipos que necesitan sentirse importantes, los que creen que están hechos para llevarse a cualquiera por delante, los que quieren ir siempre hacia arriba, arrastrándose; el perfil del jefe de restaurante. Con él regreso a los días del bachillerato. Cuando trabajé en la tarde, antes de irme a Marruecos, el tipo venía a cada momento a la recepción buscando volver a follarse a la compañera de turno, siempre que la jefe de recepción, su novia, no estuviera (pendejaditas, chismorreo).
Después de tamborilear con los dedos y hacer ruiditos con la boca el tipo decía:
--Yo no sé qué se cree la gente, me llaman a cualquier hora para preguntarme gilipolleces, no me pases ninguna llamada sin decirme quién es, ¿vale?
Lo miraba, y se me quedaba la sonrisita afuera. No lo podía evitar, se me salía sola. Supongo que el tipo pensaba que mi gesto era de sarcasmo, de arrogancia, algo así. Y claro, no le cuadraba, siendo yo, para él, un gilipollas perdido, siendo nadie, ¿cómo lo podía mirar con cara de que no me importaba una mierda quién era él?
Algo parecido pasaba con la jefa de recepción. No entrar a su despacho para hablar mal de los compañeros de trabajo, en este hotel, está muy mal visto. Como no hay ascenso posible ni beneficios salariales, aquí los premios y castigos sólo tienen que ver con los horarios y las vacaciones. Y eso, la verdad, no es mucho. Entonces la jefa de recepción, necesitada de poder, no encuentra cómo ejercerlo. Para sublimar, busca que le hagan la corte. Como Luis XIV, aunque sin tener puta idea de quién es él. En su ordenador alguien puso hace unos meses una pegatina que dice “la jefa”. La pegatina sigue allí.
Yo, cuando estoy en estos ambientes donde no pinto nada, me cierro, trato de hacerme el pendejo, saco lo mejor de mí para ser un cero a la izquierda, porque ya no puedo cambiar, supongo que estoy viejo; no tengo idea de cómo meterme en las conversaciones, cómo jugar a las intrigas, y para ser sincero, todo esto me importa un carajo, y de las tripas me sale una vocecita que dice “que se vayan a la mierda, esta gente no existe, no me interesa”, y no la puedo callar, a la vocecita, y entonces mi cero a la izquierda se me escapa por los ojos, creo, mi miradita jode toda la actuación, y los jefes, que para las vainas de manada tienen buen olfato (por eso son jefes), se sienten poco respetados, mal subordinados; además, algunas veces completo con la lengua; por ejemplo, cuando, medio pedo yo, en la fiesta de fin de año de una agencia de publicidad prestigiosa, gigante y corporativa, donde hacía prácticas eternas, el jefe del departamento de creativos me preguntó por qué no participaba en los “juegos” que se habían organizado para la fiesta, a mí sólo se me ocurrió responder “es que no me educaron para hacer el ridículo”, a las dos semanas estaba fuera, claro.
Y entonces es cuando los colegas comentan, con toda razón, "este
gilipollas, ¿qué se cree?, ¿de qué va?, ¿no se entera de que no es nadie?, casi cuarenta años y mira dónde está, recepcionista de hotel, toda esa arrogancia, esa prepotencia, ¿de dónde le sale? ¿Y sabes qué es lo peor? No, qué es. No sé si decírtelo. Anda, dime, ¿qué es? Es muy fuerte. Dime dime. Vale, te lo digo, el tipo viene cada día en tren, ni siquiera tiene para comprarse un coche. ¡Hala! Es rarillo, ya ves. Sí, seguro, no es normal. Yo creo que está enfermo. Sí, seguro es eso, está enfermo, no es normal. Ya ves".
Pues nada, de esto hablaba el segundo fragmento, de las batallitas con las que llena el día la peña del hotel; y me dijo el chaval uruguayo que el segundo fragmento los alborotó más que el primero. Raro, yo quería que fuera al revés.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo hace unos años trabajaba de vendedora en una tienda muy pija, Ermenegildo Zegna, y la jefa era una imbécil.
Al marcharme le dejé un limón roñoso encima de su mesa y la muy tonta, me contaron, salió con el limón a la tienda y preguntó a los demás vendedores si alguien se lo había dejado. La muy gilipollas no se enteró que había ganado un premio.