WORK IN PROGRESS

lunes, 22 de septiembre de 2008

guia de barcelona para sociopatas (2007): fragmento

Esta tarde salgo a matar un perro. Agarro mi cuchillo, que es negro y bonito y uno de los lados es un serrucho, y salgo a matar un perro. Prendo el Celeb***** y arranco, para llegar a un sitio donde nadie se fastidie porque vengo a matar un perro. Llego a **ñongo, donde hay algo así como un pueblo y muchos perros callejeros, y manejo lento, buscando, porque estoy aquí para matar un perro. En una esquina, siento que el Celebr*** se ha quedado sin frenos. Lo estaciono frente a una casa pequeña, le pongo el candado, camino, buscando un perro, porque vine a matar un perro. Consigo un lugar abierto, que tiene un teléfono monedero, roto, porque la zona donde estoy no es buena. A los lados, en la acera y en la calle, la gente pasa corriendo. Va como asustada. No sé si saben que he venido a matar un perro. Encuentro a un viejo que, aunque no corre, trata de caminar rápido. Pero es un viejo y lo alcanzo. Le pregunto por qué la gente está corriendo. Me dice que tienen miedo, que la zona no es buena, y quieren llegar rápido adonde van. «¿Y a dónde van?». No me responde, o comienza a hablar en alemán, no estoy seguro. Le pregunto dónde puedo conseguir un teléfono monedero y alargando el brazo me señala uno, al lado mío. Es azul y está pegado a la pared, medio roto. «Muchas gracias» le digo al viejo, pero no lo veo, porque ya no está: no sé cómo corrió tan rápido. Levanto el teléfono y escucho mi voz, igual que con el viejo, diciendo «Muchas gracias». Pero siento que la voz no está en el teléfono. Espero un rato, y otra vez «Muchas gracias». Otro rato, «Muchas gracias». Termino cansándome y cuelgo, pero el «Muchas gracias» sigue en mi cabeza. La gente corriendo a mi lado. A veces escucho «Muchas gracias» con la voz mía. A alguno le pregunto cómo salgo de aquí. Me responde que a esta hora ya es peligroso, está oscureciendo. Y de verdad, está oscureciendo. «Muchas gracias». Le pregunto a otro dónde hay un hotel cerca. Levantando el brazo me lo señala. «Muchas gracias». Es un edificio viejo. Entrando, muchos pasillos largos. El hotel debe de tener más de cincuenta años, y no debe de haber sido reparado desde hace más de veinte. En una silla un tipo con cara de atracador sostiene en las piernas a sendas negritas. Tienen caras de puticas. Les pido permiso, me dejan pasar, «Muchas gracias». En una habitación con la puerta abierta veo a una mujer limpiando. Le pregunto dónde está la recepción. Me dice que no hay recepción, que debo ir al cafetín, al otro lado de la calle, donde está el teléfono monedero. «Muchas gracias». En la calle, encuentro que ahora la gente lleva linternas. Entro al cafetín, sin linterna, y una mujer me ofrece la suya. La veo y me recuerda a alguien. No sé a quién, creo que a una amiga de la época del bachillerato. Me parece que alguna vez salí con ella y nos besamos; era hija de holandeses, vivía cerca de mi casa; era muy flaca, y muy chiquita, pero tenía buenas tetas; fue la primera vez que le toqué el pezón a una amiga de la época del bachillerato. Le respondo, hablando de la linterna, «No la necesito. Muchas gracias». Se acerca un mesonero y me dice que las linternas se usan porque hay muchos malandros. «¿Y cómo hago yo para salir de aquí?». Te puedes ir corriendo, pero casi siempre ellos corren más rápido, o si no, te esperan en el camino, o te tiran los perros. «¿Y qué me pueden hacer?». Te quitan todo; o te matan, y te quitan todo igual. Recuerdo que llevo en el bolsillo mi reloj Tis*ot de plata, el de la leontina. «¿Y entonces qué hago, me quedo aquí?». No, aquí ya van a cerrar, aquí no se puede quedar. «Joder, ¿y el hotel?». El hotel es caro. «¿Cuánto?». Oye no sé, creo que seis mil. Este tipo está loco, pienso, eso no es caro. Me reviso y no llego, en la billetera tengo tres mil y dos billetes de veinte, y en la cartera no tengo nada. Coño, qué raro, porque yo siempre llevo en la cartera un billete de cinco mil, de reserva. «¿Y no aceptan tarjetas de crédito o cheques?». No. «¿Pero y entonces qué hago?». A veces hay gente que sale en caravana, si quieres te vas con ellos. «¿Y de dónde salen las caravanas?». De allá afuera, donde está el teléfono monedero. «Muchas gracias». Al salir, encuentro que un grupo de personas está reunido como esperando algo. Cuando me ven, me preguntan si voy con ellos. «Sí». Oigo «Muchas gracias». Todos tienen linternas pero nadie me da una. Comenzamos a caminar y al poco tiempo estoy adelante. Alguien me ofrece un palo para defenderme. «Muchas gracias». Mientras camino me ocupo de no caerme con las piedras, pero cada vez me llega menos luz. Volteándome, encuentro que el grupo que me acompaña está hecho de señoras gordas con bolsas de mercado. Noto que se esfuerzan en dejarme adelante. Siento que están tratando de abandonarme, para que me atraquen, y seguir ellas tranquilas. El coño de sus madres. Me paro a esperarlas. Ahora están caminando más lento, casi detenidas. Tardan unos cinco minutos en avanzar diez metros. La farsa se hace demasiado evidente y decido seguir solo. «Yo voy a seguir solo, hasta luego, muchas gracias». Nadie dice nada. La poca luz de las casas me deja ver algo de suelo. Piedras que se quedan y lagartijas que se van al monte. Estoy saliendo de S*n Est*ban, hacia el puente de los españoles, adonde iba con mi papá cuando era adolescente. Pero pienso que no puede ser, porque eso está lejos de aquí, y regreso. Paso las últimas casas y se acaban los faros. Después de un monte veo la autopista, con los carros huyendo del ruido y las gandolas. En la autopista hay luz; está como a quinientos metros. Comienzo a caminar rápido porque me entra algo de pánico. El pánico se hace más fuerte y troto. Corro. Pero antes de llegar, cerca de la autopista, está un grupo de tipos parados. Dejo de correr y camino, en diagonal, evitando a los tipos. Siento ruidos atrás y me volteo. Los tipos se han convertido en perros. Perros callejeros. Mierdas de perros callejeros. Detrás de los perros viene un hombre con algo en la mano. Los perros me alcanzan y comienzan a olerme, nerviosos, con ganas de mordisco. Me detengo, respiro, trato de tranquilizarme. El hombre ya está por llegar. No lo detallo, porque no hay luz, pero está su silueta y trato de saber qué trae en la mano. Es un cuchillo, negro y bonito y uno de los lados es un serrucho. Pienso que recogió el mío, que se me cayó, pero recuerdo que mi cuchillo se quedó en la casa.

«Amigo, ¿qué hora tiene?…
Es tarde, muy tarde».

Se pregunta
y se responde
él mismo,
con mi voz,
y con mi boca.

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