WORK IN PROGRESS

miércoles, 7 de enero de 2009

el amor es un producto patrocinado por los fabricantes de condones (continuación)

Con el magnate me estrené en un burdel, creo que ya lo dije. Empecé lo de Consuelo, pero no acabé. Allí estábamos, el magnate y yo, dentro del apartamento de Consuelo. Un piso cualquiera, ni sucio ni limpio, pero con un aire enrarecido. Poca luz y una alfombra que daba un olor amargo. Un balcón y el vacío, por si alguien se quería tirar. Creo que era la alfombra lo que daba el aire enrarecido, más que el balcón, por allí no había suicidas. Las ninfas de Consuelo estaban durmiendo. Sólo una paseaba su aire demacrado por la cocina, preparándose un café. Nos sentamos en un sofá gastado, nerviosos. Consuelo nos miró, como aburrida. Tenía unos treinta años, no era guapa ni fea, ni gorda ni flaca, ni grande ni pequeña, no era nada, en realidad. Podría haber estado sentada en la caja de un supermercado. Nunca se me hubiera ocurrido que era puta. No sé qué esperaba yo, en realidad, si una comparsa del carnaval de Río. Quizá no tanto, pero aquello no podía ser menos exótico. Alguien (el magnate o yo, no recuerdo) preguntó si tenían preservativos. Consuelo respondió que no nos daría tiempo de usarlos (todo esto fue un par de años antes del lanzamiento mundial del SIDA, con Mr. Hudson, Adonis público, pero escondido, comenzando la cadena de muertes ilustres). Preguntamos el precio de la "sesión", para confirmar. Trescientos. ¡¿Qué?, ¿trescientos?! ¡Pero nos dijeron doscientos! Les dijeron mal. Revisamos nuestras billeteras, no llegábamos. El magnate no era magnate en esa época, ya se ve. Pues nada, a la puta calle. Salimos desconsolados. La frustración. Jodida Ártemis urbana, virginal, a fuerza de aburrimiento. Debió ser la hora, la causa del alza de los precios, o nuestras caras de pimpollos, o decir que veníamos de parte de Fabián (él estudiaba en un colegio del Opus Dei, y seguro que sus amigos sí afrontaban las alzas repentinas del mercado). ¿Y ahora qué? Bueno, ¿por qué no vamos a la avenida Lara?, ¿no decían que por allí había un burdel? ¿El Ultramarino? Sí. ¿Tienes la dirección? Sí. El magnate venía preparado. Había que follar ese día, como fuera.

*

Bar Ultramarino, en el cartel. Cerrado. Claro, era mediodía. Un camión descargaba cajas de refrescos en la licorería de la esquina. Un hombre se acercó, tocó el timbre, se abrió la puerta. Apareció una rubia gorda, de unos cuarenta años. Al rato el tipo se fue. La mujer cerró la puerta.
¿Vamos? Ya va, respondió el magnate. Pero vamos, no nos vamos a quedar aquí parados. Ya va, espérate un momento. Yo andaba muy nervioso, pero el magnate estaba acojonado. Bueno, no nos vamos a quedar hablando aquí al frente, por donde pasan todos los carros, mejor pasamos y vemos adentro. El magnate, como no sabía qué hacer, me siguió a la otra acera.
Toqué el timbre. Abrió la misma mujer, secándose los ojos como si hubiera estado llorando. ¿Qué quieren? Nos dijeron que aquí… ¿Qué edad tienen ustedes? Quince, pero no lo íbamos a decir, claro, dijimos diecisiete. Apareció otra mujer, de cabello oscuro. Déjalos pasar. Y pasamos.
Una casa vieja, estilo colonial, típica del centro. Oscura, el suelo de cemento pulido, un patio central. Preguntamos el precio. Nos respondieron no me acuerdo cuánto. ¿Quién se viene conmigo? Preguntó la mujer rubia y gorda. Yo, y le pellizqué una teta, no sé por qué. Ven por aquí. Y vine, pero también vino el magnate, detrás, que entró a la habitación con nosotros. ¡¿Y esto cómo es?! Dijo la mujer, riéndose. El magnate salió de la habitación, se lo llevó la de pelo oscuro. Yo no había terminado de acostumbrarme a la oscuridad cuando ya la mujer estaba desnuda, sentada en la cama, los sujetadores debajo de las tetas. Ven acá. Me acerqué, me ayudó a desnudarme, me dijo que no me quitara las medias, qué manía tienen los hombres de quitarse las medias, me lavó la polla con una palangana de agua; me la apretó fuerte, supongo que para saber si tenía alguna enfermedad. Comencé a ver el sitio. Muy cutre, claro, pero menos de lo que parecía desde afuera. No recuerdo cómo se me levantó; si ella me lo sacudió o se lo metió en la boca. Supongo que me lo sacudió porque, si no, me acordaría de la mamada. Lo que sí recuerdo es lo difícil que se me hizo entrar. No sabía por dónde iba el tema. No lo habría metido nunca si ella no me hubiera ayudado. Me sentía raro, con esa mujer abajo. Las tetas grandes y caídas a los lados, el coño rubio, un poco lampiño. Después, la sensación en la polla, el calor dentro de ella, y el roce de los movimientos. Era todo muy raro. Era como cascársela, pero sin intimidad. Recuerdo que le chupaba una teta mientras follábamos. Comencé un beso pero me acojoné y aparté la cara. Seguí chupando teta y moviéndome. Después la miré, acostada abajo. Hasta que me corrí. Nada más, se acabó. Me salí, me quedé de pie. Ella se levantó, se lavó, me lavó, se vistió, y me preguntó si yo lo hacía con mis compañeras de clase. Yo le respondí que sí; claro, no iba a decirle que ésta era mi primera vez, que ni siquiera había besado a nadie. Pagué y salí de la habitación, ella venía detrás. El magnate ya había acabado. Duró menos que yo. No sé cómo hizo, porque yo no estuve más de diez minutos en el cuarto. Nos despedimos y salimos.
En la calle, sudados por el ejercicio y por el mediodía:
--Al final… tanto que hablan de tirar… ¿y sólo era esto?

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