WORK IN PROGRESS

viernes, 9 de enero de 2009

el amor es un producto patrocinado por los fabricantes de condones (continuación)

Entonces apareció un bar, allí, en el medio de la selva, junto al río, en Guilín. Como para no creérselo, el lugar. ¿De qué vivía?, ¿quiénes eran los clientes?, ¿un intento del gobierno para atraer a los turistas? Lo más increíble es que tenía electricidad, y por la electricidad, un refrigerador con cervezas frías. Botellas chinas, de dos tercios de litro. Demasiado bueno para dejarlo pasar. Entramos. Pedimos dos y después nos vamos, ¿vale? Sí claro mi pana. Claro, sí, una mierda, pedimos dos más. Se sentó con nosotros un chino que, cuando llegamos, estaba en otra mesa con sus amigos. Comenzamos a hablar no sé de qué, ni cómo, con el chino. Afuera, un gallo intentaba follarse a una gallina. Dionisíaco todo, por allí.
No sé cuántas cervezas tomamos diciendo estupideces, riéndonos de pendejadas. Se nos hizo tarde, caminando no íbamos a llegar. Necesitábamos un barco que nos moviera hasta un pueblo a dos tercios de camino en el mapa.
Uno de los chinos del bar se ofreció. En ese momento supimos que eran balseros. Salimos, no muy borrachos porque las cervezas chinas son muy suaves y habíamos estado sudando y orinando todo el rato.
Esta vez tocó una balsa de bambú. El tipo avanzaba empujando la balsa con una vara larga que iba clavando en el lecho del río. Como para no llegar nunca, pero se iba más rápido de lo que se piensa, aquí sentados. Aunque la cosa se complicaba cuando pasaban los barcos grandes con los turistas. Las olas nos hacían zozobrar. El turismo de masas, siempre jodiendo. Nos tomaban fotos, las viejas gordas norteamericanas paradas en la cubierta de los barcos. Abortos de sirenas, mitad mujeres, mitad puercas rosadas y amarillas.
De repente vimos a los canadienses caminando junto al río. Iban sin el guía. Deben de haberlo ahogado, dejándolo entre los cañaverales, como a Luis El Loco, por hablador de pendejadas.
En algún momento el barquero atracó en la orilla derecha. Nos dijo que tenía que mear, yo aproveché para hacer lo propio. Mi amigo se quedó en la balsa, tratando de caerse. Al regresar, el barquero dijo que hasta allí llegaba él. ¿Qué?, ¡Hijo de puta, después de que te invitamos las cervezas! Ni de coña, tú nos pones en el pueblo o no hay rupias. El pueblo está allí mismo, miren, y señala con el dedo a la otra orilla. Pues por eso mismo, ¿qué te cuesta llevarnos hasta allí?, además, ¿cómo pasamos al otro lado? Con ellos. Y nos señaló a un grupo de barqueros, ociosos, estacionados por los alrededores. Allí estaba el negocio, comisión por el cruce de río con otra barca. O nos llevas al pueblo o no hay rupias. Yo no tengo permiso para llegar al pueblo. De aquí no nos movemos. Pero yo no puedo llegar al pueblo. Entonces déjanos en la otra orilla.
Al final el tipo nos llevó al pueblo, claro, pero tuvimos que soltarle más pasta, el equivalente a su comisión, supongo.
No pudimos escapar a ese último ataque de las pirañas chinas; acabamos mordidos, por todos lados, y sin meter un solo dedo en el agua, magia china, ¿no te jode?

*

Nunca pensé que regresaría tantas veces al Ultramarino.
Cuando corrió la voz de que nos habíamos estrenado, todos los amigos me pidieron que los llevara. Pandilla de vírgenes pajeros, lo que tenía yo por amistades.
Primero llevé a mi amigo de Australia y a un vecino suyo. Luego volví con el magnate y otro colega. Entonces le tocó a otro vecino de mi amigo el de Australia, que entró y salió lanzando la puerta como si estuviera en un bar del oeste. Después llevé a dos amigos de mi hermana. El siguiente fue el hermano menor del vecino de mi amigo el de Australia. Vaya pedo, ya no me puedo acordar de a cuánta gente hice perder la virginidad en aquel burdel de mierda. Chulo de putas, tendría que haber sido mi oficio, en esa época. Pero, ingenuo yo, siempre lo hice por vocación, nunca pedí nada. Ejercía la caridad con las putas y con mis amigos, como Jesús. Un par de cervezas, quizá, para distraerme mientras esperaba sentado en el carro, porque yo no entraba. Sólo repetí una vez, cuando llevé a mi amigo el de Australia, con quien compartí (él primero, que se estrenaba, y yo después, que ya era un veterano, porque había follado una vez) los servicios de una nereida del Ultramarino. Esa vez no me corrí y salí preocupado. Era hora de almuerzo y, mientras follaba, mi nereida iba gritando lo que quería para comer. Luego una náyade abrió la puerta, me miró el culo, dijo perdón, confirmó el pedido del almuerzo (pollo y Frescolita), y cerró la puerta. Me desconcentré y comencé a perder la erección. Mi nereida hizo todo lo posible para acabar con buen pie lo que estaba decayendo. Me dio una larga mamada. Mientras tanto, el hombre de la casa (Poseidón, supongo que se llamaría), iba gritando que si no acababa rápido tendría que pagar el doble. High class, el sitio, ya se ve.
Quizá este impasse culinario me llevó a decidir que no volvería a pagar para echar un polvo.
Ahora estoy sufriendo las consecuencias de mi decisión. Sexo amateur, por todos lados. Nada de mujeres dedicadas, sólo aficionadas. Y así no se puede andar, estas cosas hay que tomárselas en serio.

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