WORK IN PROGRESS

jueves, 29 de enero de 2009

si alguien te ofreciera un millón, ¿no te dejarías? (continuación)

Si no vas a estar cuando yo llegue. Si no mostrarás emoción al verme. Si no te interesará lo que he hecho, del otro lado del mundo, en casi dos meses de viaje, más allá de un frío “¿cómo te fue?”. Si tú vuelves a casa a la hora que te da la gana. Si no te importa nada, entonces, ¿cómo puede fastidiarte que no haya dormido aquí la noche de ayer?

*

Te quejas, autor, de que la suerte sólo te sonríe de vez en cuando; pero siempre acabas consiguiendo lo que quieres. Ahora tienes trabajo en un hotel, lo has encontrado en menos de una semana. Mañana, quizá, te vayas a París. Quieres tenerlo todo sin esfuerzo, pero eso no es tener suerte, al contrario. Tan soso sería que, si lo probaras, sentirías que no sabe a nada.
(Ya ves, ahora me escribo mensajes de Navidad)

*

Corto la escritura marcial y, ahora que regresé a Barcelona, retomo la novelita del robo con allanamiento, esa en la que vuestro amigo y narrador, siguiendo el ejemplo de los clásicos, decide salir de su proletario anonimato con un acto glorioso: el robo de una obra maestra y su devolución frente a las cámaras de televisión, siguiendo el ejemplo de Eróstrato y de Rupert Pupkin.
Me parece que el personaje ya estaba presentado y la situación que iniciaba el conflicto también. Se supone que ahora toca introducir la trama para que el lector se enganche, siga con el librito, lo acabe, quede más o menos contento, y se acuerde de decir a sus amigos que lo compren. Todas las palabras que hay en estas páginas deberían llevar allí, a decir a sus amigos que lo compren; si aparecen muchos amigos que lo compran entonces serán felices los editores, los agentes, los distribuidores, los libreros, la madre del autor, etc.; será todo tan bonito que mejor ni lo cuento... Pero hay un problema: mientras el lector se acaba mi librito ya lo habrán sacado de la librería (al librito); no hay tiempo para recomendaciones, los stocks rotan cada tres meses, más o menos. Sólo queda trabajar duro con la portada y la contraportada, intentar pillar en el acto a quienes cojan mi librito entre sus manos. Es ahora o nunca. También habría que ubicar un par de reseñas en diarios con buena circulación; pero ese no es mi trabajo, es del editor. Yo sólo lo puedo ayudar con un título vistoso, y hasta ahora no se me ha ocurrido ninguno. Pero que mi parte en el negocio sólo tenga que ver con el título no me salva de tener que escribir algo que haga creer a los agentes literarios que vale la pena llevar mi librito a las editoriales y darles argumentos para convencer a los editores de que el lector dirá a sus amigos que etc. Adaptarse, o no existir. Entonces, se supone que para eso está la historieta del robo con allanamiento. Voy:
Cada mañana, en el museo, el vigilante de vigilantes asignaba las salas al azar, recorriendo el edificio con el grupo detrás, que seguía, metafórico, sus pasos.
El museo vivía en un antiguo palacio que, según las visitas guiadas, acentuaba la eternidad del artista. Una mañana nuestro héroe recibió una sala con dos ventanas. Cada ventana tenía su balconcito y, después de los balconcitos, un patio interior, rodeado por los edificios ruinosos vecinos.
Cuando nuestro héroe se acercó a las ventanas descubrió, tapando con el cuerpo el ángulo de la cámara de video-vigilancia, que podía abrirlas moviendo hacia arriba una palanquita de metal, sin ningún esfuerzo.
El lunes siguiente, día de descanso, estuvo recorriendo los edificios vecinos al museo. Torres oscuras y viejas, pobres, sin porteras.
Escogió, de entre todos los edificios que daban al patio del museo, el más ruinoso.
Correo comercial, dijo, para entrar, hundiendo los botones de los interfonos.
¡Dulce sed de venganza con la que compró nuestro héroe su martillo! ¡Oh dolor, para el candado oxidado, cuando sintió, tras dos golpes, que cedía! Y allí estaba el patio interior, resplandeciente, lleno de trastos viejos, abierto a las fantasías de nuestro pequeño y querido hermano que, esa noche, tuvo un extraño sueño: buscaba a un viejo amigo sin saber dónde. Lo buscaba, pero sin alejarse de donde estaba, porque tenía que seguir allí, cuidando. Si alguien entraba, en su ausencia, regresaría luego, una noche, ya casi madrugada, con el cuchillo, negro y bonito, de supervivencia, y usaría uno de sus lados, que es un serrucho, para degollarle. Sobre su cadáver el asesino dejará entonces caer un manojo de semillas, que germinarán mientras una vieja pasa sus últimos días sentada junto a ellas, recitando, circularmente, los mismos versos:

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