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viernes, 27 de febrero de 2009

la fama, o es venérea, o no es fama (continuación)

Después del fragmento donde el periodista de las historias fáciles de vender nos hace ver que a nuestro héroe lo han estado siguiendo, toca volver a él, a sus aventuras, explicando que le llegaron un par de correos de personas interesadas en comprar las pinturas que había robado. Para nuestro amigo el primer mail sólo podía venir de la gente del museo, porque había enviado la oferta en inglés y la respuesta estaba en castellano; el segundo correo venía de Suiza, pero es materia del capítulo siguiente.
Para centrarse en su negocio (estafar a la gente del museo), nuestro personaje necesitaba dejar su trabajo en el museo. Una renuncia sería demasiado evidente, se supone que pensó, aunque en realidad hacerle provocar su despido es una manera de insertar una escena graciosa para que el lector sea feliz y sus amigos. Yo había pensado algo con un toque grotesco, aunque no haya nada así en El Código Da Vinci ni en los best sellers que recuerdo, todos ellos muy seriecitos, supongo que por la idea pendeja según la cual las cosas bien hechas son serias, y lo chistoso está mal hecho. Total, mi idea original era hacer que nuestro héroe, para provocar su despido justificado, se bebiera una botella de moscatel y media de whisky, y se fuera a trabajar con el aliento alcohólico y el aspecto correspondiente; que lo ubicaran en una sala de la exposición temporal, al fondo, donde no llegaba nadie; que le vinieran ganas urgentes de ir al baño, y pidiera por la radio un sesenta y nueve; que el vigilante de vigilantes le recordara que el código para esos casos es el 23; que respondiera “Vale, pero es que lo mío es tres veces más urgente”; que el vigilante de vigilantes insistiera en pedir un veintitrés; “Vale, un veintitrés, pero con sesenta y nueve”; que el vigilante de vigilantes le advirtiera que había tres personas por delante y que esperara la llegada del sustituto; “Que venga rápido, que es demasiado urgente”; que debía esperar.
Entonces se supone que nuestro héroe estuvo dando saltitos y poniéndose las manos en la barriga, doblando el cuerpo, sudando frío, sintiendo la piel de gallina, hasta que no pudo más y se fue al baño junto a las escaleras. Y en el water, con la cabeza apoyada en una mano, se durmió, y soñó.

*

Que algo había estado haciendo mal las dos primeras semanas, porque sentía el ambiente hostil cuando salía del cuarto y entraba a la cocina donde hablaban de la milonga de la noche anterior. Creo que se suponía que tendría que ser yo quien debía encontrar la forma de integrarme, pero cuando preguntaba algo de la milonga estaba tan desconectado que me sentía como una molestia. Metía mi comida en el microondas, esperaba, los miraba, la sacaba, comía, lavaba el plato, me volvía a guardar. Y claro, se dio el clásico círculo vicioso: como no salía no me sentían integrado, como no me sentía integrado no salía. Pero qué iba a hacer, tampoco quería forzarme; prefería estar con mis libros y el ordenador.
Pero una mañana escuché una voz conocida. Salí a desayunar y encontré, en la cocina, a un guitarrista de tango que había tocado algunas veces en mi bar, un lugar pequeño donde presentaba música en vivo que tuve un par de años cuando estuve casado, pero esa es una historia larga que ahora no voy a contar.

*

Me dices, a mis treinta y muchos años, que me he convertido en un hombre de recursos. Eso está bien. Ahora sólo falta saber cuántos años más necesitaré para tenerlos.

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