WORK IN PROGRESS

jueves, 26 de febrero de 2009

la fama, o es venérea, o no es fama (continuación)

Eso de dejarme con el culo al aire lo haces, ahora lo entiendo, por mi propio interés. Quien ofrece grandes cosas quiere que se las devuelvan aún mayores. De este modo me liberas, generosa y gentilmente, de todo compromiso. Aunque sí, tengo una obligación: ignorarte. Es el único modo que encuentro, honestamente, de devolverte el favor.

*

Ya, tampoco hay por qué fastidiar tanto con lo de mi ex, que está por cumplir años. Además, hubo buenos ratos, sobre todo viajando. El último viaje, hace un año, a la India, por ejemplo, estuvo bien. Al principio duro, pero no entre nosotros, sino por el shock cultural. Llegamos a Delhi de noche y, para hacerme el exótico, le pedí al taxista que nos llevara a la ciudad vieja, a un hotelito que recomendaba la guía. Después de muchísimas calles y muy poco alumbrado público entramos a un sitio que parecía un círculo de Dante. El de la gula, supongo, donde todos se revuelcan en el suelo víctimas del hambre; pero aquí nadie se revolcaba, estaban los cuerpos inmóviles, medio desnudos, dormidos, a la vista muertos, entre unos edificios que parecían recién bombardeados.
El hotel, siguiendo la línea, era, en la recepción, muchos indios apretados mirando una televisión pequeña en blanco y negro, uno de ellos dándonos una llave de mala gana, porque era más de medianoche y claro, a esta hora, llegar, eran ganas de joder.
Dentro de la habitación una máquina gigante ocupaba la mitad del espacio. Un ventilador enorme, dentro de una caja metálica, que hacía pasar el aire por unas pajas mojadas con un estruendo tan decimonónico que lo tuvimos que apagar. Creo que ese cacharro recogía, además de mucho polvo, una buena parte de las enseñanzas de Ghandi, sus postulados económicos, como mínimo. Las paredes manchadas de escupitajos rojizos; la cama ocupada por un catálogo de insectos tropicales bastante completo; el baño, un agujero al que no quise acercarme por las manchas de mierda que había alrededor.
En la mañana la calle, no se cómo, se volvió su contrario en materia de vitalidad. Desde la terraza común para todas las habitaciones de este lado del edificio (podrían haber entrado en la nuestra, sin ningún problema, durante la noche), después de saludar a un tipo que se cepillaba los dientes con más parsimonia que crema dental, me entretuve mirando cabezas. Cabezas y cajas y tomates y bicicletas y vacas y cacharros plásticos y carretillas de basura y carretillas de limones y carretillas de cemento y carretillas de cajas de refresco y más cabezas y más vacas y más bicicletas y algunos perros y todo seguía calle arriba y calle abajo y parecía que aquel mercadillo no se acababa nunca, como si lo atravesara, apurado pero inútil, un mensaje imperial. Mi ex salió, creo que estaba acojonada. Aquello no se parecía a la India mítica de los brahmanes etéreos que enseñan por televisión. Yo estaba feliz, claro, mirando, con la sensación de plenitud pendeja que me entra cuando, viajando, llego a un sitio que nunca imaginé pisar. Ella se asomó a la terraza, junto a mí, sin saludar al hombre de la parsimonia dentrífica. Le dije, para tranquilizarla, que íbamos a buscar otro hotel, en la zona de los turistas. Algún sitio que tuviera un baño donde, por lo menos, se pudiera cagar. Esto no le quitó el miedo, claro, pero le dio alguna esperanza, supongo, de sobrevivir el mes y medio que duraría el viaje.

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