WORK IN PROGRESS

miércoles, 4 de febrero de 2009

si alguien te ofreciera un millón, ¿no te dejarías? (continuación)

Listo, ya leí un trozo de El Código Da Vinci. Es gracioso cómo el tipo habla de París, versión turista de masas que va de sofisticado. Supongo que al lector medio norteamericano le gusta así. Pero cuando, para uno, los sitios son cotidianos, las descripciones parecen sacadas de un folleto de autobús turístico: ¿Cómo se puede ver el techo del Pompidou desde el museo d’Orsay?, ¿o pensar que las Tullerías son el Central Park local? Nada, no importa, no era para eso que estuve leyendo, sino para que mi novelita y los agentes y el editor y todos contentos. Voy:
Escondido entre los trastos abandonados esperó la media noche. Con los ojos cerrados escuchaba las voces de los vecinos mezclarse con los latidos de su corazón. Respirando lenta y profundamente intentaba mantenerse calmado. Por fin, llegó la hora. Se cubrió la cara con el pasamontañas. Usando la escalera metálica subió al muro, pasó la escalera, y saltó al otro lado. Al caer sobre el patio pensó que sus pies acababan de romper la ley. “A partir de ahora no hay vuelta atrás”, se dijo. Para llegar al balcón tenía que atravesar una zona iluminada. Si el vigilante nocturno miraba las cámaras en ese momento daría la alarma sin dejarle tiempo para entrar, robar y huir. Pero no había forma de evitarlo, así que avanzó tan rápido como pudo, colocó la escalera, y subió.
La ventana abrió como lo había previsto y, poco después, entró al museo. Era el mismo lugar que veía cada día, pero esta noche tenía un aire nada familiar. Esa sensación de familiaridad extraña le hizo sentir el miedo en los huesos. Por un momento pensó que se había equivocado, que la idea del robo había sido un error; pero recordó su vida sin expectativas, la falta de opciones, y recobró el valor. Escuchó el silencio con atención, nada indicaba que vinieran a apresarlo. Con un movimiento rápido se acercó a la primera pintura, la principal de la sala y una de las más importantes del museo. Sacó la navaja, cortó el lienzo siguiendo el borde del marco, lo dobló como un pergamino y lo guardó dentro de su ropa. Sonrió pensando en la fragilidad de las grandes obras. Repitió el proceso con el cuadro vecino y, cuando estaba a punto de terminar, una percepción muda, animal, lo hizo girar: había allí, detrás de él, a unos metros, inmóvil, protegida por la oscuridad, una figura humana.
Presa del terror rasgó el lienzo dejando un trozo colgado del marco. Corrió hasta el balcón y joder, ya me aburrí. Este rollo cinematográfico del estilo best sellers, para escribir, fastidia. Que el personaje salte, corra, se esconda, haga lo que le de la gana, me da igual. Tendría que dejar la idea de la novelita del robo con allanamiento aquí. Pero mi propia vida, o sea, la que, según este librito, ocupa la realidad, no aporta mucho últimamente, y ese es el problema, justamente, de la autoficción, que la mayoría de las vidas no dan para mucho, sobre todo las de los escritores. Entonces, ¿qué haces cuando no tienes nada que decir? Nada, hay que inventarse algo para meterle emoción al tema.

1 comentario:

paula dijo...

Ese es el código de los caminos allanados...te roban emoción.Prueba con malas artes je,je.