Experimento: se dispone a sentarse y se encuentra unas gafas de sol, marca Ray-Ban, clásicas, en perfecto estado; alguien que las encontró en el suelo y las puso allí, por si el dueño volvía. Se limpian las gafas y se cuelgan al cuello, a la vista, por si el dueño vuelve. Poco a poco va ganando la sudaquería, hasta que se cambia de asiento y se guardan las gafas en un bolsillo. Se huele que hoy será un día de suerte. Una hora después, se llega al pueblo donde comienza la caminata hacia los molinos medievales. Se necesita información para llegar, porque no se sabe cómo. Se encuentra la oficina de turismo cerrada, hasta las dos. Para hacer tiempo, se persigue un cartel que apunta a una iglesia del siglo XIII. Se camina de espaldas al sol y se saborea a Billie Holiday. Se huele el pino de los bosques, el azul del cielo, escaso desde hace días. Se pasea entre mansiones del siglo XIX, neogóticas de estilo. Se da la media vuelta, porque la iglesia no aparece, para perseguir al cartel que promete un castillo, mientras se hace tiempo. Se camina con el sol de frente, se huele, con gusto, la luz de otoño. Se persigue el cartel del castillo diez, veinte, treinta minutos, mientras se sigue saboreando a Billie Holiday. Se llega al pueblo vecino y, contra toda lógica (ya la oficina de turismo debe haber abierto), se sigue adelante, persiguiendo el cartel. Se atraviesa una avenida larga y arbolada, se piensa en regresar en autobús. Se llega al pueblo vecino. Se entra a un pequeño restaurante familiar, de esos que sólo hay uno, recomendado ostentosamente por la Guía del Routard en el medio de la acera. Se ocupa una silla. Se hace el pedido. Se cruzan pequeñas miradas y comentarios con los ocupantes amistosos de una mesa vecina. Se saborea un terrine (ese paté granuloso difícil de untar) como no se consigue en París a un precio decente. Se disfruta del vino y el resto de la comida. Se encuentra que abundan las copias cutres de un pintor machacado a destiempo por el merchandaise. Se pregunta la razón a los vecinos de mesa que comienzan una conversación encantados. Se huele la hospitalidad desesperada. Se piensa que esta gente se aburre, y les va perfectamente pasar la tarde con un tipo que trae noticias frescas del mundo exterior. Se agradece, de todos modos, aunque se ignoran cordialmente las invitaciones para quedarse a tomar con ellos un café y revisar lo que internet dice sobre el pueblo. Se saca la información necesaria y se pide la cuenta. Se paga, dieciocho en vez de doce cincuenta, se huele la avaricia de la dueña, se le deja el cambio como propina y se sale saludando sonriente a los de la mesa hospitalaria. Se colocan los audífonos para continuar saboreando a Billie Holiday. Se mira un panel a la vuelta de la esquina. Se pregunta a una mujer joven que pasea con su niño cómo llegar al cementerio. En el camino, se disfruta de una reproducción metálica de una pintura de la iglesia, en el mismo punto en que se pintó. Se llega al cementerio. Se pregunta a una vieja por las tumbas. Se camina y se encuentran, cubiertas por la hiedra. Se suspira feliz, una exaltación calma, agradeciendo al noazar por todas las casualidades que llegaron hasta aquí, nubes doradas y cielo con sol lejano incluidos. Se descubre que no huele a nada, la hiedra, ni las flores secas, ni siquiera los insectos que suben y bajan, volando, mecánicos, sobre la tumba de Theodore Van Gogh. Nada, están allí los dos hermanos, y no huele a nada. Seguramente es así también, del otro lado, aunque el de la izquierda haya dicho que la tristeza durará para siempre.
*
Se continúa persiguiendo al castillo, como un agrónomo desubicado. Se entra a una oficina de turismo atravesada en una callejuela. Se huele que las viejitas informantes están allí para no aburrirse. Se espera que, en cualquier momento, saquen su único ojo, ese que comparten mientras deciden qué hacer con la vida de los turistas. Se les compra un paquete de cartulinas con rutas a pie por la zona. Se agradece un mapa que propone perseguir reproducciones de pinturas impresionistas, in situ. Se desciende de un número a otro, mientras oscurece, lentamente. Se camina con un sabor fresco en la boca. En algún punto, mirando dos viejas casas aún paradas como las pintó Van Gogh, se saborea la felicidad, la buena, esa que sella los días que saldrán de repente a la conciencia, en el medio de un almuerzo, parado en la calle, después de follar, cuando menos se espera. Más adelante, una venta de vestidos horribles, incluyendo uno de novia, incrustados dentro de la montaña en una especie de cueva escaparate, el salto surreal que acaba de atrapar la memoria de la caminata. Muchos pasos más allá, después de una docena de reproducciones, y justo cuando acaba el sexto y último disco de Billie Holiday, se llega a una ciudad más bien anónima, de esas clásicas de la Francia profunda: siete iglesias antiguas, trozos de murallas, un castillo, ocho torres, tres paseos comerciales, un par de buenas vistas sobre el río, lo de siempre, que hoy se deja pasar, porque es de noche, y porque se sigue hasta la estación de tren.
En el tren, de vuelta, mientras la felicidad pone todavía la sonrisa en la cara, una negra se sienta al lado. Llega su olor y, por un momento, se abandonan tren y civilización, al mismo tiempo. Entonces viene esa hambre muda que aprieta el estómago, las ganas de perderse y desaparecer, no se sabe por qué, en el interior de África, como ya se ha hecho, a medias.
Con este experimento se demuestra que, con un poco de buen gusto, se puede explotar un tipo de turismo que no atrae prácticamente a nadie, pero queda bien. Se demuestra también que el gusto y el olfato son el sentido mejor guardado en las tripas, demostrando la persistencia genética de las madres cuadrúpedas que, hace años, parieron a nuestras madres bípedas, hasta que se demuestre lo contrario.
WORK IN PROGRESS
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