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viernes, 26 de diciembre de 2008

el amor es un producto patrocinado por los fabricantes de condones (continuación)

No sé cuántas veces hablamos o nos escribimos desde que ella llegó a Barcelona. Creo que no muchas. Por una parte las cartas tardaban demasiado en llegar y el teléfono de larga distancia, en esa época, era escandalosamente caro; y por la otra parte mi amor recurrente comenzó una nueva vida, independiente, con ganas de disfrutar de su nueva libertad.
Por mi lado, la relación con mi ex avanzaba bien, y yo me estaba acostumbrando a pensar en la opción de la monogamia, porque ya había tenido demasiado jaleo con tres relaciones simultáneas.
Poco después conseguí el mismo crédito de estudios para estudiar en el extranjero. Tenía que decidir si irme solo o acompañado. Me sentía bien con mi ex y decidimos casarnos. Intenté primero ir a París pero por un error del correo privado nunca supe si me aceptaron o no en las universidades a las que postulé. Pensé entonces en Barcelona. Conocía la ciudad por un viaje largo que había hecho por Europa y me había gustado tanto que me quedé un mes completo. Entonces contacté a mi amor recurrente y le pedí ayuda con el papeleo, porque se acababan mis plazos con la fundación que otorgaba el crédito de estudios y yo estaba obsesionado con vivir en Europa desde hacía años.

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Experimento: relacionar olores con templos (humedad vieja para las iglesias; alfombra polvorienta para las mezquitas; madera carcomida para las sinagogas; mierda de murciélago para los hinduistas; incienso barato para los budistas; pintura fresca para las pagodas; comida podrida para los animistas; orina rancia para los paganos).
Con este experimento se demuestra que los dioses pueden ser invisibles, pero no inodoros. Se demuestra, también, que para ser un fervoroso creyente es mejor no tener muy buen olfato.

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Listo, ya presenté al personaje, ha acabado la primera parte de la receta para fabricar novelitas. Se supone que con lo dicho se puede entender por qué el tipo va a hacer lo que hace en lo que queda de libro. Ahora, según la receta, en esta segunda parte, toca introducir la situación que da origen al conflicto. Aquí va:
Se supone que el protagonista de la novelita, en sus largas horas de vigilante de museo, se acordó de una historia que leyó cuando era niño. La historia tenía que ver con unos tipos que no sabían morir y desaparecer así, sin más, sin pena ni gloria, como todo el mundo. Lo curioso es que esa perversión, esa egolatría enfermiza, tenía contagiada a la civilización completa. Bueno, al pequeño porcentaje de la población con recursos para estas enfermedades, porque la mayoría (los proletarios y las mujeres), ya estaban bastante ocupados con los trabajos y los días. Los ególatras se montaron historias para creer que había algunas cosas tan importantes que servirían para que nadie los olvidara: los campos de batalla, el foro público, las instalaciones deportivas, los escenarios teatrales, las academias y las galerías de arte se llenaron de ególatras. Un poco como ahora, pero de otra manera, porque no era dinero, sino gloria, lo que les interesaba. La competencia era dura y casi todos desaparecieron sin que nadie lo notara.
Pero un personaje descubrió una fórmula simple, rápida y efectiva, de pasar a la historia sin intermediarios: entró a un edificio pomposo que había hecho construir un antiguo tirano y lo incendió.
No sabemos qué pasó con el tipo, seguramente lo mataron después de torturarlo; pero nos llegó, eso sí, la noticia de una sentencia: bajo pena de muerte se prohibió pronunciar o registrar su nombre, para impedir que quedara inmortalizado, como él quería.
Eróstrato, el personaje se llamaba Eróstrato, lo sabemos más de dos mil años después. Fue imposible impedir que su gesto, junto a su nombre, pasara de boca en boca. Y de las bocas, al papel.
En cambio, ya olvidamos a la gran mayoría de los genocidas de los campos de batalla, de los corruptos personajes de la política, de los lerdos vencedores de las competencias deportivas, de los afeminados hombres de teatro, de los fanfarrones que viven de la pedantería, y de los rústicos picapedreros que se dedicaron a terminar unos muñecos de piedra que, ahora mismo, están hechos polvo o han desaparecido bajo la tierra.

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