WORK IN PROGRESS

miércoles, 1 de abril de 2009

la fama, o es venerea, o no es fama (continuacion)

Problema: un criminal huye de algo, pero no sabe de qué. Eso que lo persigue (si en realidad es perseguido por algo) puede tener tres caras.
Puede ser un ente omnipotente contra el que no vale la pena luchar; así que lo mejor sería sentarse en el suelo, mirar el correr de los días, y disfrutar de la vida hasta que pase lo que tenga que pasar.
Podría ser también un ente poderoso, pero no omnipotente, del que es posible alejarse y escapar.
O, por último, podría ser simplemente una pandilla de degenerados y gamberros, que cuando se aburran ya no molestarán más.
Pregunta: ¿cuando sales de paseo, los domingos, y te echas sobre el césped, tranquilamente, a tomar el sol, buscando formas en las nubes y toda la pollada, sabes, realmente, quién está detrás de ti? Una histérica que parió para poder chillar en público, me dirás; pero no, seguro que no, y mejor así porque, hagas lo que hagas, sólo lo sabrás cuando te caiga encima, y entonces, mi buen amigo, ya será tarde; te quedarás inmóvil, aplastado por tu destino, hasta el día del Juicio Final, si es que llega (yo creo que no).

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Retrato: Attends! Attends! Proche d'ici est m’école, vient à pisser sur m’école, s'il te plait!

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Retrato: nací en 1970, en pleno boom petrolero de un país al norte de América del Sur. Mi papá era profesor universitario y mi mamá daba clases en varios liceos. Crecí con la bonanza económica que duró hasta el inicio de mi adolescencia, en 1983. Recuerdo mi niñez llena de viajes. He escuchado que era un niño tranquilo, que pasaba el día entre mis muchos juguetes, jugando solo.
Hacia mis nueve años a mi madre se le ocurrió obligarme a salir con los niños de la calle, preocupada por mi desinterés social. Como los vecinos eran un atajo de hijos de puta, criados entre el nuevorriquismo y el caribeo, fui empujado a uno de los puestos más bajos de la manada, sintiéndome retorcido en ese entorno agresivo y cabrón. Mientras más tiempo pasaba con los colegas más quería estar solo.
En la escuela era al revés. Tenía amigos y pasaba por ser el listillo de la clase, usaba mi sapiencia para divertir a la peña ridiculizando a los profesores. Además, haber estudiado en el mismo instituto toda la vida me daba algunos privilegios, y los directores conocían a mi papá, que alguna vez dio clases en ese mismo colegio.
Como mi padre nos había acostumbrado, a mi hermana y a mí, a echarnos en su cama a escucharlo leer antes de irnos a dormir, llegué a la adolescencia con el hábito de la lectura. Esto, en el contexto, era un vicio inmundo. En una sociedad de nuevos ricos la cultura no es sinónimo de buena posición socioeconómica, sino de falta de empuje, de ahuevonamiento, porque lo que triunfa es «el hombre de acción», es decir, el vivo, el pícaro.
El comienzo del bachillerato (pasados los seis años de la primaria) cambió el paisaje humano de mi curso: las tres cuartas partes de los alumnos llegaban nuevos. Como era un colegio prestigioso muchos niños venían de familias con dinero. Fue la primera vez que noté la importancia de usar ropa de marca, de vivir en una urbanización high, o de llegar a clases en un coche de lujo. Mi familia, por supuesto, se quedaba a medias. Otra vez la jerarquía. Pensé, «a la pirámide social que la mee un perro».
Pero me di cuenta de que le gustaba a las nínfulas, sonrisitas y ojitos, parece que era guapo. Eso me salvó de convertirme en un inadaptado social, sobre todo, teniendo en cuenta mis vicios ocultos culturales. Mi facilidad de ligue molestaba a muchos colegas de mi propio sexo, que a veces me gritaban vainas. Mientras mejor me iba con las compañeras peor me iba con ellos. Y entonces pensé, «a los colegas que los mee un perro».
Cuando cumplí quince años el matrimonio de mis padres se fue al carajo. Mi papá tenía una amante, una profesora de la universidad, que no encontró mejor método para disolver los lazos maritales que llamar cada noche, desde las doce hasta las tres de la madrugada, al teléfono que estaba junto a mi cama. No sólo me jodieron las llamadas telefónicas, sino que mi padre, en el ambiente tenso de la casa, me usó como blanco para descargar su estrés. Hasta que se fue de la casa, cuando yo tenía diecisiete años, no paró la sucesión de castigos absurdos y de tensiones injustificadas. En el colegio, que sabían lo que pasaba, aprovechaban cualquier payasada mía, de las que siempre había hecho, para colgarme una citación de representante. Esto sólo servía para empeorar la cosa. Acabé pensando, «a mi padre y a la autoridad que los mee un perro».
En parte como escape, y en parte por el impulso sexual, comencé a tener una vida social exageradamente rica, con fiestas y jaleos de jueves a domingo. Tenía un grupo de buenos amigos con los que nos colábamos a las mejores fiestas de la semana y con quienes me iba a la playa el domingo. Comencé a habituar los lugares de moda y a intercambiar fluidos con cierta frecuencia. Pero me enamoré como un pendejo de una rebelde que, por mi falta de greñas y de edad, se mantuvo alejada de mis besos. Toda mi sensibilidad exagerada se resintió por la frustración del amor imposible. Y pensé, «al amor platónico que lo mee un perro».
A los dieciocho años, después de desmadrar el carro que me había dejado mi papá, me compré un jeep descapotado, que en el contexto aumentaba mucho mi atractivo sexual. Una antigua compañera de bachillerato montó un teatro, con su madre como coprotagonista, para hacerme creer que la había embarazado. Mi caballerosidad, que más bien era pendejez, me llevó a firmar un contrato matrimonial sin convivencia anunciada que, a los pocos días, se declaró nulo cuando mi imaginativa esposa me comentó que el médico le había dicho esa mañana que no era un feto lo que tenía en la barriga, sino un coágulo. «Sinceramente no te quiero ver más nunca, he pasado los peores días de mi vida», le dije justo antes de que me cruzara la boca con una cachetada. Pensé, «a la caballerosidad que la mee un perro».
Inmediatamente me fui al otro extremo. Conocí en un taller literario de la capital a una española que me llevaba diez años de edad y muchísima experiencia de vida. Nos enrollamos en una relación para mí excepcionalmente didáctica, sexual y sentimentalmente. Contra los pronósticos, nos guardamos fidelidad durante los seis meses que estuvimos juntos. Eso me hizo pensar, «a los compromisos que los mee un perro».
Después me enrollé con otra española, un año mayor que yo y tremendamente inteligente. Pasé un par de años envuelto en su curiosa personalidad. Fue una época de descubrimientos mutuos y de experimentación. Desgraciada(o afortunada)mente, tenía una prima modelo que estaba realmente buena. Me enrollé también con la prima y pensé «a la fidelidad que la mee un perro».
En esa época a mi papá se le ocurrió sufrir un infarto fulminante subiendo una montaña. Con mi parte de la herencia me vine de viaje a Europa tres meses y estuve jugando en la bolsa de valores, en una época de alza que me acostumbró a creer que el dinero venía del cielo. Estaba a mitad de licenciatura, en una universidad tan cutre que ostentaba, como único mérito, la posibilidad de no ir a clases. Por supuesto, pensé, «al esfuerzo, la constancia, la disciplina y al ahorro que los mee un perro».
Entonces me hice novio de una aristócrata de diecisiete años (yo tenía veintiuno), bisnieta de un dictador de la República. Con ella formaría vínculos casi familiares durante los cuatro años que duramos juntos. Sin ningún esfuerzo me vi en la cima de la pirámide social. Las viejas en las fiestas me adulaban, una tía política y sus engendros me envidiaban, el abogado con el que trabajaba como pasante me admiraba. Pensé, «al éxito que lo mee un perro».
Por esa época, gracias a un premio literario nacional casi importante, me publicaron mi primer libro y me convertí en joven promesa del exiguo y poco competido panorama cultural del país. El éxito rápido me convenció de que mi talento se bastaba a sí mismo y desde entonces he creído innecesarias las antesalas, los pasillos, las recomendaciones, los apadrinamientos. De hecho, me convencí de que «a las relaciones públicas que las mee un perro».
El título de abogado me obligó a trabajar, enseñándome que la extorsión, el soborno y el tráfico de influencias tendrían que haber sido las únicas materias del pensum de estudios. No me dio la gana de adaptarme y supe que, en ese contexto, no iba a llegar a ningún lado. Y pensé, «a mi profesión que la mee un perro».
El exceso de formalismos de la aristocracia pueblerina enfrió mi noviazgo y después de un viaje a Nueva York junto a una prima, mi relación aristocrática se fue al carajo. Pasé un periodo chungo que se agravó por una complicación de mi ex novia, a la que ayudé a cambio de una depresión nerviosa para ambos. Tanta represión me hizo pensar, «al juego social que lo mee un perro».
Como creía que vivía no muy lejos del culo del mundo, y estaba seguro de que mi sitio estaba en otra parte, opté por un crédito de estudios en el extranjero que, después de dos intentos, acabé ganando. Entonces me dije, «a mi país que lo mee un perro».

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