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jueves, 30 de abril de 2009

la fama, o es venerea, o no es fama (continuacion)

La noche que la princesa árabe me llamó hablamos hasta que su móvil se quedó sin batería, después seguimos por el chat. Por teléfono no paraba de reírse, inocente, con cualquier tontería, mientras yo, luchando con su inglés de erres árabes, intentaba descubrir qué decía, y encontraba frases del tipo “lo que no mata fortalece”, “la valentía no es la ausencia de miedo, sino el convencimiento de que hay algo más importante que el miedo”, “el valiente puede que no viva mucho tiempo, pero el cobarde, en cambio, no vive nunca”, y así, un catálogo.
Para mí, hablar con ella era como viajar por Arabia metido en los ojos de una niña pija; para ella, no sé, supongo que hablar conmigo era como salir de Arabia en los ojos de un payaso sin circo.
Me llamaba cada dos o tres días; me usaba para dormir. Le contaba películas, historias de viajes, cosas sacadas de los libros, mientras ella ronroneaba o se reía. Cuando notaba que había dejado de sonar, yo colgaba.
Así siguió la historieta hasta que apareció la aristócrata egipcia, y como yo no sabía que sería una tormenta de verano en plena primavera, le conté el affaire a la princesa árabe. Agua fría para su ego. Desapareció.

*

Después de la escena de acción toca la parte romántica de la novelita del robo con allanamiento. La mujer del velo llegó con nuestro héroe hasta un coche que esperaba fuera de las murallas de Marrakech para llevarlos a una aldea de barro en el medio del Atlas. Estos cambios de escenario, en cada capítulo, no sé si funcionen. Me acerco a la mitad en El Código Da Vinci y todavía no han salido del Louvre (en serio, yo esperaba otra cosa). Pero bueno, qué puedo decir, siempre me ha ido el rollo James Bond, y hacer que nuestro héroe salte de México a Marruecos me parece más divertido que meterlo en un museo. Da igual, sigo. En el camino la mujer del velo interrogó a nuestro personaje. Quería saber por qué el gobierno había intentado matarlo. Nuestro héroe, que a estas alturas, después de leer buena parte del Código Da Vinci ya sabe que puede hacer las cosas sin verosimilitud, le contó lo que le pasó en España, en Suiza, y en México, y acabó diciéndole lo que le explicó el periodista de las historias fáciles de vender. Pero parece que para la mujer del velo esto no fue suficiente, porque siguió interrogando. En cambio, cuando nuestro héroe quiso saber quién era ella y por qué lo había sacado de Marrakech así, la mujer del velo no respondió.
En el caserío de barro del Atlas la mujer del velo le presentó algunos amigos a nuestro héroe. Para que el lector vaya entendiendo de qué va esto, todos tenían cierto aire de Che Guevara. Nuestro héroe durmió en la casa de uno de ellos, que además le dejó algo de ropa berebere, para que no llames la atención, le dijo. En la madrugada la mujer del velo y dos hombres lo despertaron. A pie dejaron la aldea. Un par de kilómetros más allá salieron de la carretera y siguieron por un sendero de pastores que, bajando por la montaña, los llevó hasta un río. El paisaje pedregoso y árido, las inmensas montañas, los niños que se acercaban saltando, las antiguas fortalezas y las casas de barro, las mujeres de vestidos coloridos sobre las mulas, todo hace el escenario perfecto para cuando mi librito se vuelva película.
Por fin, a mediodía, cuando nuestro héroe estaba mareado por el calor, en un caserío perdido en el medio de las montañas fue guardado en una pequeña mezquita de barro. Un megáfono colgaba de una estaca, junto a la puerta. La mujer del velo le dijo a nuestro héroe que no saliera, y así quedó, inmóvil, rodeado por el olor a oscuridad vieja.

*

Notas:
Un tipo, con un megáfono, promociona a una modelo que, a su lado, lleva una especie de camisa/caja; la caja tiene dos agujeros con cortinillas y, justamente, el tipo del megáfono anuncia que cualquiera puede venir a meter las manos para tocar las tetas de la modelo durante no sé cuántos segundos. Al principio nadie se atreve a meter las manos, claro, por vergüenza con los otros mirones callejeros, hasta que por fin aparece un voluntario con cara de no conocer más sexo que sus pajas. Después de este personaje viene un adolescente, y luego un viejo.
Al rato, una voluntaria se ofrece para usar otra camisa/caja, demostrando, se supone, que las mujeres por fin están sexualmente liberadas, o quizá, simplemente, porque quería salir en el video, no lo sé.

*

Pregunté quién iba a Marrakech. Tres, conmigo cuatro, faltaban dos, otra vez. Una, dos, tres horas sentados, nada. Los de Marrakech dijeron que lo mejor era llegar a otro lugar, más grande, porque había con quien llenar un taxi y salir, que en esa ciudad podríamos buscar algún restaurante que no hubiera cerrado la cocina, y comer pollo en brasas, y hablar de la universidad donde estudiaban informática los dos chavales, y del trabajo misterioso del tercer hombre, y de las ganas de visitar Europa que tenían los chavales, y de las pocas ganas que tenían de vivir allí donde, según ellos, no podrían casarse, porque las europeas no son buenas mujeres, follan con cualquiera (“¡ojalá y fuera así!”, quise pensar en árabe). Entonces subí al hotel con el tercer hombre, el silencioso, que se fue a rezar y yo a dormir, pero no pude, por el ruido de un matrimonio que celebraron junto al hotel hasta la madrugada. En la mañana temprano nos fuimos a buscar un taxi para llegar a Marrakech, y entonces, en la terminal, por fin lo entendí todo: los chóferes tenían un sueldo fijo, los coches no eran suyos, sino de otros que tenían el capital; para los conductores la mejor opción era no conducir, quedarse hablando y en la noche regresar con sus familias; por eso los taxis funcionaban como baldes de agua con agujeros.

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