WORK IN PROGRESS

viernes, 6 de marzo de 2009

la fama, o es venérea, o no es fama (continuación)

La paradoja de la tragedia, le dicen. ¿Qué placer sacamos de ver cómo descuartizan a nuestro héroe, al tipo con el que se supone nos identificamos? Si lo que recibimos de la obra es desagradable, ¿entonces por qué la consumimos? Para Aristóteles, que inventó la paradoja, era la catarsis, una forma de proyectarnos en el sufrimiento de la representación para descargar el nuestro. Después ha habido otras mil explicaciones. A mí me gusta la del coeficiente hedonista y la intensidad de la atención, aunque sustituyendo placer por interés, pero esa teoría todavía está en veremos. Éste es el tipo de cosas que tengo que resolver antes de seguir con mi novelita del robo con allanamiento. Hasta que no tenga todo claro no puedo continuar, ¿no?, ¿no es así como funciona? Sigo leyendo El Código Da Vinci, seguro me da la solución.

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Escena: subí las escaleras, dejé atrás a La Victoria de Samotracia buscando las salas del Renacimiento italiano. Llegué, por azar, adonde estaba la Mona Lisa. Milagrosamente no había gente. Recordé una película muda en la que París se queda vacía. Me acerque, por primera vez en mi vida, a mirar con tranquilidad. Un par de minutos, porque el cuadro tampoco da para mucho rato. Le pregunté a una vigilante dónde comenzaba el Renacimiento italiano. En vez de decir Giotto me envió al fondo a la derecha. Encontré, alegre, un par de frescos de Boticelli recuperados de unas excavaciones y llegados aquí no sé cómo. Estaban bastante dañados, los frescos, rotos y rearmados, pero las líneas eran claras y los colores se mantenían. Las mujeres de Boticelli, como siempre, casi me provocan una erección. Sus caras dulces y etéreas me ponen cachondo, no sé por qué. El tema, según el cartelito, aún no está claro, Venus, o Minerva, presentando a las musas a una joven, en un fresco, y a un joven, en el otro. Se supone que las pinturas conmemoraban una boda. Mirando los detalles se me pasó el rato, no sé cuánto. Cuando quise seguir adelante no pude; un tipo me anunció, posmoderno, que se había acabado la fiesta, que iban a cerrar.

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Pushkar. En la calle turística, alrededor del lago, un garabato de lo que, en la cabeza de un hippie trasnochado, tendría que ser la India. Cada vez que me levantaba del water había convertido, milagroso, quizá cristiano, el agua en sangre. Tarantines con ropa mal teñida, pulseras flojas, collares largos, discos rayados, pinturitas del Ché, mamonadas; las cenizas de Ghandi, que según la guía flotaban en el lago, se revolvían, efervescentes, como una pastilla de vitamina C. Los ácidos estomacales de mi diarrea continua se habían comido las paredes de mis hemorroides, por eso la sangre; pero no lo sabía, pensaba que podía tener un agujero en algún sitio, por dentro. Frente a la puerta del hotel estaba sentado un tipo con una cobra en una cesta; para tomar una foto le tiré unas monedas a la cesta, rebotaron en la cobra; ya estresada (porque esta era, justamente, la función del tipo, mantener a la cobra de mal rollo, para que, levantada, abra las alitas, que es como gusta), mordió la mano de su empleador que, ambidiestra, la atormentaba y la alimentaba; no pasó nada, le habían arrancado los dientes. A mi ex no le dije lo de la sangre, claro, no quería cagar, literalmente, el viaje, pero estaba acojonado, perdiendo kilos, y prefiriendo morir antes que visitar, como cliente, un hospital indio. Después de subir por los frescos psicodélicos, motivo hojas de marihuana, en las escaleras, las vistas de la calle y del lago, y de un templo en lo alto de una montaña. Cuando mi ex me dijo que quería ir al templo intenté resistir, pero puso mala cara y acabé cediendo; mareado, atontado, con nauseas, después de muchos escalones y árboles y viento y vistas, casi llegamos arriba, le dije que acabara ella, que la esperaba aquí (justo donde estaba a punto de dejarme caer), pero abandonó, se había cansado, menos mal. Una vaca orinaba con un chorro largo sobre la tierra de una callejuela, un tipo que venía caminando se mojó los dedos en la orina y se los llevó a la frente, como persignándose con agua bendita. En el día mareado y tonto, en la noche temblando sudoroso; trataba de que no se notara y mi ex, apoyándome, seguía el juego, hacía como que no sabía de mi enfermedad. Un tipo venía dibujando con cal una línea para separar, de un lado, a los votantes, y del otro, al Mercedes Benz negro que vendría cargando a un político avispado; el tipo se encontró con una vaca sentada; intentó espantarla, nada; a la vaca, como no votaba, no le importaba ni la línea de cal ni el Mercedes, mucho menos el político avispado; el tipo interrumpió la línea, antes de la vaca, y la continuó después. Cada vez que podía me sentaba, en los muritos, en las escaleras, en el suelo de los templos, me sentaba; mi ex se paseaba entusiasmada, por fin era ella la que me dejaba atrás.

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